Heme aquí... Envíame a mí

Por el élder Sterling W. Sill

“Y el Señor dijo: Enviaré al primero.” Y nos dice las Escrituras que “el segundo se llenó de ira, y no guardó su primer estado.” (Abraham 3:27-28)

El profeta Isaías nos relata en parte de su visión del gran concilio celestial. Fue cuando se iba a elegir a un Salvador de una raza de seres mortales que aún no había nacido. Tenía como misión redimir un mundo que aún estaba en los primeros pasos de su desarrollo. Isaías dice: “¿A quién enviaré, y quien irá por nosotros?” (Isaías 6:8)

La revelación moderna nos dice que fueron dos los que respondieron. Uno era el Primogénito Hijo de Dios que estaba habilitado de una manera particular para esta misión especial. Contestó y dijo: “Heme aquí; envíame… Padre, hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre.” (Véase Moisés 4:1,2) Pero también habló otro. Era Lucifer, el esclarecido hijo de la mañana, y dijo: “Heme aquí; envíame. Seré tu hijo y rescataré a todo el género humano, de modo que no se perderá ni una sola alma, y de seguro lo haré; dame, pues, tu honra.” (Véase Moisés 4:1;DyC 76:26; Isaías 14:12-14)
Y el Señor dijo: Enviaré al primero.” Y nos dicen las Escrituras que “el segundo se enojó, y no guardó su primer estado.” (Abraham 3:27-28)
Por motivo de que no se le dio a Lucifer su capricho de beneficiarse a sí mismo, se tornó rebelde y desde esa época ha combatido la obra de Dios. Lucifer fue arrojado del cielo y la tercera parte de las huestes celestiales fueron expulsadas con él. Por su desobediencia y rebelión se hicieron indignos de progresar a lo que habría sido su segundo estado. (DyC 29:36)

Este motivo de calificarse uno mismo por motivo de la desobediencia continúa aún, y más o menos por las mismas razones. Hay veces en que nuestros corazones se fijan sólidamente en nuestro propio beneficio personal. Éste no sólo fue el problema principal que surgió entre los hijos de Dios en la vida preterrenal, sino también es el problema mayor que nosotros le causamos aquí en esta vida.
Muchos son llamados, pero pocos son escogidos”, sencillamente porque nosotros mismos nos descalificamos. El problema mayor del Señor todavía consiste en lograr que la gente se prepare para su llamamiento elevado. Todavía le es difícil obtener directores adecuados.
Por motivo de que su obra de la redención humana siempre debe hacerse de acuerdo con la libre voluntad y el albedrío, Dios, igual que en la antigüedad, sigue haciendo la misma pregunta importante: “¿A quién enviaré, y quién irá?” Así como en aquel gran concilio, nuestra respuesta determinará principalmente no sólo nuestro destino futuro, sino el de aquellos a quienes dirigimos.

¿Qué podemos hacer? Quizá, más que cualquier otra cosa, necesitamos desarrollar dentro de nosotros mismos un entusiasmo intenso, semejante a la oferta voluntaria del Cristo preexistente que dijo: “Padre, heme aquí; envíame a mí. Hágase tu voluntad y sea tuya la gloria para siempre.” Esta oferta voluntaria de de responder al llamado del Señor es el espíritu del evangelio, y el grado al cual podemos desarrollarlo en nosotros mismos determinará nuestras bendiciones, así como nuestra utilidad.

Dios, igual que en la antigüedad, sigue haciendo la misma pregunta importante: “¿A quién enviaré, y quién irá?”

El Señor nos dio la llave cuando dijo: “Si tenéis deseos de servir a Dios, sois llamados a la obra.” (DyC 4:3) “El deseo es el piloto del alma.”
Si el deseo de servir a Dios no es fuerte, otros intereses menos dignos pueden desahuciar nuestras oportunidades más importantes de lograr la eternidad. Necesitamos desarrollar un espíritu más agresivo. Necesitamos aumentar nuestra propia iniciativa individual y deseos de servir. No le complace al Señor que esperemos hasta que “se nos mande en todas las cosas”. Esta causa no solamente es de Él; es nuestra también.

Puede haber algunos que se deleiten en “hacerse rogar” cuando se trata de obrar en la Iglesia. Por cierto, hay algunos que hasta resisten una posición en la Iglesia, o la aceptan con renuencia y falta de interés. Una vez en una conferencia de estaca, oí a un hombre decir que en dos ocasiones lo habían considerado para cierta posición, y que ambas veces había llegado a saberlo de antemano, había vendido su casa y se había mudado de la estaca en que vivía. Pero que esta última vez, no lo supo antes de tiempo y por consiguiente ahora “tenía que cargar con el puestito”. Sus palabras y disposición mostraban que no tenía “deseos de servir a Dios”. ¿Cómo se sentirá el Señor hacia una persona que manifiesta esta actitud?

Puede haber algunos que se deleiten en “hacerse rogar” cuando se trata de obrar
en la Iglesia.

Si verdaderamente creemos que ésta es la obra del Señor ¿por qué no nos hemos de emocionar por la parte que tenemos en ella?
No hace mucho que un hermano ya entrado en años dio una manifestación muy hermosa de este espíritu. Tenía la responsabilidad de obrar con los jovencitos del Sacerdocio Aarónico. “Ojalá no vaya a creer el presidente de la rama que estoy muy viejo para desempeñar este llamamiento—dijo—me gusta obrar en la Iglesia y espero que mi servicio todavía no haya terminado.”

Brigham Young dijo una vez: “Se espera que todo hombre y mujer ayude en la obra del Señor con toda la habilidad que Dios les ha dado”. Esta es la filosofía que el propio presidente Young practicó vigorosamente toda su vida. ¿Por qué no hemos de hacer la misma cosa? En el gran concilio celestial nosotros voluntariamente nos impusimos este convenio de prestar servicio. La oportunidad aún está con nosotros y cada cual tiene que dar su propia respuesta.

La obra del señor aún no ha concluido. Hay todavía muchos puestos que llenar, y como en la antigüedad, el Señor nos está diciendo: “¿A quién enviaré, y quién irá?”
En nuestra respuesta se debe manifestar este afán intenso de servir. El deseo es aún el piloto del alma.
Hay quienes en nuestra época están respondiendo con ánimo y diciendo: “Heme aquí; envíame a mí.”
Algunos, a semejanza de Lucifer, se alejan de la obra del Señor y apartan a otros con ellos. Pero también hay unos que no responden ni sí ni no. No es necesario que sean incrédulos a la palabra del Señor, su escepticismo es más profundo: no se interesan en considerar el asunto de una manera u otra. Tal vez se deba a que se han interesado profundamente en sus propios intereses, o se han hundido por completo en la inactividad a causa de su propia indiferencia o letargo.
Sea cual fuere la razón, el resultado es que las oportunidades más importantes que se ofrecen a los hombres a veces son desechadas y menospreciadas por todos.
¿Cuántos llamamientos en la Iglesia están sin cubrirse en la actualidad? ¿Cuántas son las organizaciones auxiliares que no están organizadas en forma completa?

Necesitamos mucha
práctica en esto de “estar anhelosamente consagrados
a una causa buena”

¿Cuántas de las personas que obran en la Iglesia ningún entusiasmo sienten hacia lo que están haciendo?
Es preciso que nos alentemos: necesitamos mucha práctica en esto de “estar anhelosamente consagrados a una causa buena”. Necesitamos hacer más cosas de nuestra propia voluntad y efectuar mucha justicia. Esto significa que debe haber un deseo más intenso de servir a Dios y un entusiasmo más agresivo y permanente que no morirá bajo su propio peso.

En el “primer estado” se escogió y se ordenó al Salvador para que fuese nuestro Redentor en el segundo estado. Pero en este gran concilio celestial también fueron escogidos y ordenados muchos otros para que asumieran responsabilidades como directores terrenales. Dios habló a un grupo de los “nobles y grandes”, y dijo: “A éstos haré mis gobernantes”. El Señor le reveló a Abrahán que él había sido uno de ellos. También Jeremías fue ordenado por el Señor para ser profeta a las naciones antes que naciera. (Jeremías 1:5) José Smith añadió algo muy importante a esto cuando nos informó que “todo hombre que recibe el llamamiento de ejercer su ministerio a favor de los habitantes del mundo, fue ordenado precisamente para ese propósito en el gran concilio celestial antes que este mundo fuese.” (Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 453, 454)
También nos incluye a nosotros. Probablemente nos hallamos entre aquellos nobles y grandes. No hay que dudar que ocupamos posiciones de mucha responsabilidad en este concilio celestial. Indudablemente allá disfrutábamos de la confianza completa de Dios. Seguramente hubo una razón muy buena porque se nos permitió venir en esta época de maravillas y esclarecimiento, que nosotros conocemos como la Dispensación del Cumplimiento de los Tiempos, para llevar a cabo nuestra misión. ¡Qué reto tan grande para nosotros es saber que fuimos enviados aquí por obra directa de Dios y de ese gran concilio que Él presidió. Y se nos envió aquí por un propósito determinado.
Supongamos, pues, que tras toda esa preparación, nosotros no cumplimos. Hemos sido llamados, pero ¿qué sucederá si no somos escogidos porque no aceptamos el llamamiento?
Si no se nos escoge, será porque realmente no tenemos deseos de ser parte de esta gran empresa, la mayor de todas.
John A. Widtsoe escribió: “Aquellos que reciben el mensaje del evangelio, no sólo tienen la obligación por decreto divino de amonestar cada cual a su prójimo, sino también porque se lo impone el convenio eterno que hicieron antes que este mundo fuese organizado, de que aquellos que tuviesen el privilegio de buscar y hallar el evangelio durante su carrera terrenal, harían cuanto estuviese de su parte para presentarlo a otros.” Esto significa que debemos magnificar esta posición de directores que se nos confirió en el cielo.

El Señor no ha aconsejado una y otra vez que desarrollemos nuestra iniciativa e ingeniosidad necesarias para que podamos cumplir con nuestro llamamiento. Nos ha advertido de las espantosas consecuencias de no hacer nada hasta que se nos mande.
Los premios más estimados de la vida son para aquellos que usan su iniciativa con la mayor prudencia: aquellos que reconocen sus oportunidades y cumplen con su deber en la manera más aceptable sin que nadie se los mande.
Pero a veces no podemos ponernos en marcha. Hay ocasiones en que necesitamos hacer el mayor esfuerzo para cumplir aun con nuestras responsabilidades más sencillas, y en estas ocasiones , solemos hacer lo que el pez volador, que se eleva por una corta distancia en el aire antes de volver a caer en el agua, pero después de una débil lucha nuevamente caemos en nuestra mediocridad.

Brigham Young dijo una vez: “Se espera que todo hombre y mujer ayude en la obra del Señor con toda la habilidad que Dios les ha dado”
¡Qué cosa tan emocionante es ver a un director espiritual lleno de ánimo, ingenioso, dispuesto a todo, infatigable, que de su propia iniciativa puede hacer lo que conviene!
¡Cómo nos deleita ver ocasionalmente un ejemplo como el del profeta Mormón, que tuvo que ser restringido porque quería hacer demasiado! ¡Necesitamos mas “Mormones”!


Con mucha frecuencia hablamos del hecho de que Dios nos ha dado la “autoridad” para oficiar en su obra.

Pero nosotros mismos debemos desarrollar el deseo, la sensación de responsabilidad y la diligencia necesarias para que esa autoridad pueda ser útil. ¿Qué nos beneficia, si tenemos la autoridad pero carecemos de la iniciativa para darle eficacia?
"Debemos desarrollar el deseo, la sensación de responsabilidad y la diligencia necesarias para que esa autoridad pueda ser útil"

¡Cómo nos inspira ver a una persona que tiene suficiente confianza en sí misma para saber de antemano que logrará el éxito, que está preparada para hacer lo que fuere necesario a fin de realizar lo que se propone! Sabe que no fracasará, porque no permite que sobrevenga el fracaso. La inteligencia es importante, pero la diligencia, la disposición para hacer, es de mucha más importancia.

El Señor ocasionalmente ha llamado “amigos” a una persona o un grupo particular de personas. Ser amigo del Salvador del mundo parece indicar que debe haber una semejanza en cuanto a intereses: una semejanza en cuanto a responsabilidad y la fuerza suficiente para sostenernos con firmeza en lo que creemos. Se ha dicho que además de meramente obedecer a Dios, debemos “concordar con Dios”, ver las cosas desde el punto de vista correcto y hacer lo que fuere necesario a fin de volvernos dignos de ser no sólo sus siervos, sino alcanzar la categoría más elevada de “amigos”.

Cuando Jesús dijo: “Padre, heme aquí; envíame a mí”, sabía que aquello significaba sufrimientos y oposición y aun la muerte. No obstante, estaba preparado. Así ha sucedido con muchos directores grandes. Cuando se necesitaba alguien que continuara la obra después de la crucifixión, Simón Pedro dijo a Jesús, en sustancia: “Heme aquí, envíame a mí”.
"Lo que conviene hacer es encender en nosotros el fuego del ánimo hacia los propósitos de Dios y dejarnos dominar por una determinación invariable de servir a Dios."
Cuando se precisaba que alguien llevase el evangelio a los gentiles, Saulo de Tarso dijo: “Señor ¿qué quieres que haga?” En otras palabras: “Heme aquí, envíame a mí”. No dijo: “Lo probaré por un tiempo para ver si me gusta o no”.
José Smith apenas tenía poco más de catorce años de edad cuando el Señor le dijo que la Iglesia verdadera no estaba sobre la tierra. José dijo en espíritu: “Heme aquí; envíame a mí.” Y ni una sola vez titubeó hasta que su sangre fue vertida por sus asesinos.

La persistencia para no desmayar en la obra es tan importante como la iniciativa que la pone en marcha. Madame Curie pasó su vida entera en la feliz empresa de descubrir el radio. Después de haber fracasado por la 487ª vez en los experimentos que ella y su esposo habían tratado de aislar el radio de la pecblenda, Pedro, su esposo, echó al aire las manos desesperado, y dijo: “Nunca se logrará, quizá en cien años, pero no se hará en nuestra época”. Madame Curie le contestó resuelta: “Si no se ha de realizar hasta que pasen otros cien años, es una lástima; pero yo no cesaré de trabajar para lograrlo mientras viva”.

¡Qué inspiración es ver esta clase de determinación manifestada en las vidas de los grandes directores que llevan a cabo la obra del Señor!
Cuán importante es esa virtud para nosotros que tenemos que efectuar la importante obra que se nos indicó en el cielo. A los que esperan disfrutar de las grandes bendiciones de la eternidad, se les permite ayudar a realizar estas bendiciones, y una de las experiencias más tristes que podría confrontarnos sería la de ser uno de los muchos que son llamados pero no uno de los pocos escogidos. (DyC 121:34)
De nosotros depende, y lo que conviene hacer es encender en nosotros el fuego del ánimo hacia los propósitos de Dios y dejarnos dominar por una determinación invariable de servir a Dios. Somos los arquitectos de nuestro propio destino, y cada hombre recibirá según sus obras.
La trascendental pregunta de Dios está delante de nosotros constantemente. “¿A quién enviaré, y quién irá…?”
Seamos los primeros en responder a este llamado con las palabras del propio Redentor: “Heme aquí; envíame… Padre, hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre.”

Artículo publicado en la Liahona de mayo de 1959

Estilo SUD, 15 noviembre 2008
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