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Entre
los recuerdos brumosos de mis años infantiles, resalta con
mucha nitidez el viaje que, junto con mi hermana Mariluz y mi hermano
Robert, hicimos con nuestros padres a los lagos del sur argentino
en el verano de finales de 1948. Entonces los caminos pavimentados
que llevaban al sur argentino terminaban en Bahía Blanca; más
allá solo había caminos de canto rodado, de arena o
de tierra.
De todas las maravillas que hemos visto, quiero referirme a la parte
de ese viaje entre la ciudad de San Carlos de Bariloche y El Bolsón
y Lago Puelo, no el pueblo actual, que entonces no existía,
sino solamente el lago propiamente dicho, y deseo hacer referencia
a ello por el impacto emocional de asombro, de deslumbramiento estético
y de temor que recibí al circular por ese tramo y que concibió
en mi la importancia vital de caminar con prudencia por los caminos
peligrosos de la vida; cosa que me ha preservado muchas veces a lo
largo de todos estos años y que me ha servido para dar buenos
consejos, especialmente a la gente joven.
El Cañadón de la Mosca era un trecho de ese camino por
el cual inevitablemente había que pasar. Más de 45 años
después recién se construyó un camino alternativo,
y ahora esa senda ya no se la utiliza y en gran parte está
borrada por los derrumbes montañosos. |
Habíamos ido por muchos caminos de cornisa en nuestro viaje
por el volcán Copahue, por Junín de los Andes, por San
Martín de los Andes y por los caminos de los siete lagos, pero
ninguno por uno tan peligroso como el del Cañadón de
La Mosca. El camino, de hecho, era de canto rodado, en el cual cualquier
aceleración producida sobre el automóvil, por una acelerada,
o por una frenada o por girar, hacía que el auto se desplazara
de una manera ingobernable debido a la falta de adherencia entre las
cubiertas del coche y el canto rodado de la ruta. Además era
tan angosto que permitía el desplazamiento de un solo vehículo
a la vez. De tanto en tanto se encontraban unos ensanchamientos hechos
especialmente para permitir el cruce entre dos autos que se desplazaran
en sentidos contrarios. Pero, naturalmente, uno nunca sabía
cuando se iba encontrar con ese otro vehículo, ya que era imposible
verlo a la distancia por las curvas y contra curvas que el camino
tenía forzado por las irregularidades de la misma montaña
(posiblemente esa característica sinuosa y aleatoria del camino,
semejante al itinerario que sigue una mosca al volar, es lo que justifica
el nombre del paraje), de manera que era necesario ir anunciándose
mediante el toque casi permanente de la bocina, con algunos intervalos
de silencio para escuchar con atención cualquier bocina ajena.
Es de imaginar cuán callados estábamos en el habitáculo
de nuestro coche, para escuchar y tal vez por el temor. El auto que
bajaba era el que tenía que quedarse en el primer ensanchamiento
que encontrase cuando escuchaba el avance de otro que subía,
para poder cruzarse con él.
También resultaba por demás peligroso el encontrarse
repentinamente con un derrumbe de piedras sobre el camino; y digo
repentinamente porque eso era lo que ocurría en las curvas
de las partes salientes de la montaña, que al dar la vuelta
todo aparecía de golpe, y las voluminosas piedras que muy frecuentemente
se desprendían del macizo, podían generar un accidente
cuya consecuencia fuera despeñarse por el precipicio.
De un lado estaba el macizo, la montaña, que se presentaba
como la parte más segura, aunque fuese el culpable de muchos
deslizamientos fatales; del otro lado el abismo, siempre esperando,
ansioso, recibir al distraído conductor; y, afortunadamente
al volante de nuestro auto, papá, que era un maravilloso conductor,
muy atento y muy prudente. Por
supuesto este camino tuvimos que hacerlo de ida y de vuelta, experimentando
dos veces los mismos sobresaltos y preocupaciones.
Esta imagen tan impactante de mi niñez, ha sido evocada frecuentemente,
en otro orden de cosas, al ver, a lo largo de mi añosa experiencia,
y muchas veces en la iglesia, a personas que andan por la vida desplazándose
imprudentemente por el borde del precipicio de caminos de cornisa
del andar moral, haciendo un osado equilibrio en el peligroso límite
entre la bondad y la malicia. |
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Me he preguntado muchas veces: ¿por qué lo hacen, pudiendo
ir más seguros alejándose del abismo que representa
al mal y acercándose al macizo que simboliza al bien? ¿Buscan
la emoción del peligro? Puede ser. ¿O es una extravagancia
desafiante en busca de protagonismo, porque no encuentran en sí
mismos méritos que los hagan valiosos a los ojos de los demás?
Es muy probable que sea por esto, logrando con ello que los demás
se preocupen y estén pendientes de ese inútil arrojo,
un arrojo que no es de valentía sino de inconsciencia.
Vivir en ese límite, tan cerca de la maldad, hace que continuamente
se la esté observando y, tal vez en la mente, también
se la esté practicando; algo muy parecido a lo que ocurre con
la pornografía, que también es un pecado que nace en
la observación de lo indebido. |
No
se puede vivir a orillas de Babilonia, sin participar “de su
ruido y de su distracción”, como decía el élder
Maxwell. Ruido y distracción que no permiten escuchar los susurros
del Espíritu Santo, quien, con esa voz suave y delicada, orienta,
purifica y santifica.
Estando en ese borde es muy fácil dar los pasos que fueron
identificados por el presidente Howard W. Hunter como los que nos
conducen al mal, cuando dijo: “Este es el curso habitual en
la vida de un hombre que conduce hacia el mal: Primero, él
es un observador silencioso; entonces se convierte en un espectador
que consiente; y finalmente termina siendo un participante activo
“(The Teaching of Howard W. Hunter, cap. 3).
Al estar entonces en esa posición extrema, por lo menos ya
se ha dado el primer paso; dar los otros es cuestión de tiempo
y oportunidad. |
Dos
conceptos importantes vertidos por el élder Richard L. Evans
en este aspecto, son: “La oportunidad de hacer el mal o de hacer
el bien está en cada lugar, pero nosotros no deberíamos
tentar a la tentación” Y: “Nadie caerá a
un precipicio si no se acerca lo suficiente a él”
Y, finalmente, la enseñanza siempre tan lúcida y precisa
del presidente Joseph F. Smith: “Es innecesario el conocimiento
del pecado. Muy sabiamente se ha dicho que 'el conocimiento del pecado
incita a cometerlo'.... No es necesario que nuestros jóvenes
conozcan la iniquidad que se está practicando en determinado
sitio. Este conocimiento no eleva, y hay buena probabilidad de que
más de un joven señale como el primer paso de su caída
esa curiosidad que lo condujo a lugares sospechosos.” (Pte Joseph
F. Smith en Doctrina del Evangelio. Cap.21 pág. 367/8) Y estar
en ese lugar inadecuado permite conocer muy bien el pecado.
El Cañadón de la Mosca, ese camino tan peligroso, ya
no se lo usa como tal, pero yo, con mi familia, lo circulé
de niño y dejó en mí el claro concepto de que
vivir alejado del abismo del mal es sabio y prudente, siguiendo así
el ejemplo del Padre que “reina arriba en los cielos y abajo
en la tierra, con toda sabiduría y prudencia ...” (Abraham
3: 21) |
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