¿Qué le pasa Élder? Está distinto…

Esa tarde, cuando salimos a trabajar y empezamos a hablar con la gente, me di cuenta que no era el mismo…

En abril de 1974 llegué con mucho entusiasmo a la misión Rosario, adonde había sido asignado para servir como misionero regular. Era una misión nueva, la tercera en Argentina y el Pte. Bentley era su primer presidente. En esa época, no había un Centro de Capacitación Misional para los misioneros argentinos; de la casa directo a la misión. Tampoco pasaban por el templo antes para recibir sus investiduras, porque no había templos cercanos.

No era algo común ver un misionero que no fuera norteamericano. De hecho, en ese momento, sólo había uno más –el élder Velázques, de la provincia de Córdoba–, que terminó pocos meses después, y por casi seis meses fui el único misionero latino en toda la misión.

Mi primer compañero, el élder Grant Underwood, fue un excelente maestro y aprendí muchísimo de él; era un placer verlo enseñar y hablar con la gente, y cuando tuve que hacerlo yo, siempre sentí su respaldo silencioso. Tal como se hace actualmente, luego de explicar un concepto, uno expresaba su testimonio personal en cuanto a éste, como sello a todo lo que había enseñado.

Durante el primer mes, tanto en las charlas como al hablar con la gente casa por casa, una y otra vez enseñé sobre el Libro de Mormón, y siempre el cierre era mi testimonio, con una frase similar a “yo sé que es verdadero”, y entonces la explicación de cómo lo había sabido y cómo ellos también podían saberlo, basada en Moroni 10:4-5 y en Santiago 1:5: “porque he orado y he recibido una respuesta, y usted también…”.

Los resultados eran buenos, enseñaba bien; a mi compañero le gustaba escucharme porque aprendía mejor el idioma. La misión estaba cumpliendo con mis expectativas y mi entusiasmo aumentaba a medida que ganaba experiencia, vencía mis temores y dominaba las técnicas de enseñanza.

Sin embargo, cuando estaba cerca de cumplir un mes, gradualmente me empecé a sentir mal; algo me molestaba y el malestar iba en aumento. Era algo personal, un conflicto: estaba testificando que yo había orado para saber que el Libro de Mormón era verdadero y que había recibido una respuesta, y no era verdad. Nunca lo había hecho.

Cuando yo nací, en 1955, mis padres hacía poco tiempo que se habían bautizado. Recibí enseñanzas del evangelio en la Primaria, que complementaron la de mis padres; viví activamente mi etapa en el Sacerdocio Aarónico y jamás había tenido una sola duda de la veracidad de la Iglesia, de José Smith y del Libro de Mormón. Lo había leído y lo conocía. También oraba con sinceridad y sabía que nuestro Padre Celestial escuchaba nuestras oraciones.

“¡Tengo un testimonio!”, –me decía a mí mismo, pero me sentía un mentiroso al decir que había orado al respecto.
“¡No necesito orar, para saberlo. Lo sé!”, –me defendía, y entonces, inflexible me contestaba: “Pero no puedo decir que oré para saberlo, porque no lo hecho”. Y tenía razón. En eso, no tenía defensa. El conflicto estaba; sentí que debía resolverlo pronto o no sería feliz en la misión.

Decidí esperar al día de preparación para poder tener los tiempos suficientes para hacerlo como deseaba. Quería vivir el proceso que estaba enseñando, de leerlo, estudiarlo, y preguntar sinceramente, dispuesto a escuchar la voz del Señor.

El día llegó, y esa mañana no dediqué tiempo a escribir cartas, como era la costumbre. Me dediqué a leer distintos pasajes del Libro de Mormón, varios de los que recomendábamos a nuestros investigadores más otros preferidos, y el momento de almorzar, me encontré leyendo y desmenuzando Moroni 10:4-5.

Me di cuenta que estaba nervioso ante la proximidad de un momento clave y creo que me dediqué más a escuchar a mi compañero que a conversar.

Después de almorzar, me fui a la pequeña terraza, que era el techo de nuestra habitación, buscando soledad. Quería orar en voz alta, escuchándome pronunciar las palabras, y que nada interfiriera.
Me arrodillé y luego de unos segundos, comencé a explicarle al Padre como me estaba sintiendo, que no dudaba de la veracidad de nada de lo que estaba enseñando, pero que necesitaba poder “saber” con toda certeza y decir con verdadera autoridad que la promesa se cumplía. No sabía como explicarle que no había duda en mi corazón y recuerdo haber dado vueltas y vueltas, hasta que al final dije: “Padre, esta mañana he estado leyendo y estudiando el Libro de Mormón durante algunas horas…”, y entonces sentí como se hacía un nudo en mi garganta y se extendía al estómago, y pregunté: “¿Padre, es verdad?”

Me quedé en silencio, escuchando. No puedo describir con palabras lo que comencé a sentir, apenas terminé de hacer la pregunta, casi como si los cielos estuvieran ansiosos e impacientes por responderme, pero lo que sí puedo decir con toda seguridad, es que la promesa se estaba cumpliendo. No quería terminar ese momento y me quedé disfrutando, sintiendo, atento a todo. El gozo de saber parecía superarme.

Todavía, a pesar de los años que han pasado, recuerdo la sensación de sentir como las lágrimas salían lentamente y la paz que me invadió, así como las ideas que llegaban a mi mente.
No sé cuánto tiempo estuve arrodillado, pero sé que fue bastante, tanto que al levantarme me dolían terriblemente las rodillas; terminé porque escuché a mi compañero recordándome que en treinta minutos debíamos salir, y después, tímidamente me preguntó si me pasaba algo. “Obvio que me pasa”, pensé, un poco molesto por la interrupción, pero cómo iba a saberlo si todo el escenario era en mi mente y en mi corazón.

Esa tarde, cuando salimos a trabajar y empezamos a hablar con la gente, me di cuenta que no era el mismo. Tenía una fuerza distinta al testificar, porque también tenía un conocimiento distinto, y estaba más que feliz.
Mi compañero, después de escucharme varias veces, me preguntó asombrado: “Elder, ¿Qué le pasa? Está distinto…”
“Si supiera…”, pensé, y respondí que “nada, que todo estaba bien”. Todavía sentía un poco de vergüenza de no haber cumplido ese proceso antes, como para compartir lo que me pasaba.

La experiencia fue tan especial que quise repetirla; y así fue que en días siguientes la reviví con otros conocimientos de los que estaba seguro, pero que quería certificarlos de la misma manera, por la fuente divina.

Hoy, al pensarlo, no sé si fue ese realmente el verdadero motivo, o si fue la necesidad de volver a sentir la sensación de ser “instruido de los cielos”, de sentir el amor del Padre, de sentir la amistad del Salvador, que me llevó a insistir en mejorar más la comunicación y el proceso de recibir revelación. Pero lo importante es que desde ese día puedo decir que sé, con toda seguridad, que el Libro de Mormón es verdadero, y que la promesa de Moroni, ¡se cumple!

He aprendido mucho en la misión y muchas de esas cosas afectaron toda mi vida, pero el impacto de esta experiencia aventaja, sin lugar a dudas, a cualquiera de las otras.

Lo importante es que desde ese día puedo decir que sé, con toda seguridad, que el Libro de Mormón es verdadero, y que la promesa de Moroni, ¡se cumple!

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