Detenerse es retroceder

Hay etapas de la vida que pueden requerirnos andar más “lento”, tranquilos o cuidadosos, pero nunca debemos detenernos, porque entonces retrocedemos.

Eran los últimos tiempos de la hiperinflación en Argentina cuando, forzado por la inactividad comercial en el país, decidí aceptar un ofrecimiento de empezar negocios con el exterior. Mi experiencia en comercio exterior era nula, pero alentado por el sentimiento de que era una decisión correcta, obtuve el ánimo y el valor de dar los primeros pasos en un área totalmente nueva. Mi primer viaje de negocios comercializando libros fue a Paraguay y, además de ser muy bueno en resultados, me dio la confianza que necesitaba para saber que no me había equivocado al iniciar esa etapa.

El segundo viaje fue a Chile, a Santiago. No había vuelos que me llevaran de Tucumán (Argentina) a Santiago (Chile), así que la opción más simple y económica era tomar un ómnibus hasta Mendoza, y de allí, otro ómnibus a Chile. Las citas con los clientes estaban fijadas y llegaba con tiempo por demás suficiente para cumplir con ellas o, por lo menos, eso creía.

En mi planeamiento, no había contemplado la posibilidad de que un temporal de nieve temprano podría obligar a cerrar el paso de la cordillera, y, como imaginarán, eso fue exactamente lo que sucedió.

Durante dos días fui a la terminal de ómnibus de Mendoza con mi equipaje para escuchar: “el cruce está cerrado y no hay miras de que lo abran”. Intenté en vano conseguir algún vuelo; no había lugar y la lista de espera era muy larga. Casi desesperado al ver que no me quedaba casi margen de tiempo, el tercer día repetí la rutina, y tal como esperaba, la respuesta fue la misma: “el túnel está cerrado”.

No sabía que hacer, la perspectiva no era alentadora y fue entonces que vi un grupo de gente que estaba frente a una ventanilla de una empresa de ómnibus chilena, muy cerca de donde yo estaba. Supe enseguida que estaban en una situación similar a la mía; muchos de ellos eran hinchas de un equipo de fútbol chileno que habían viajado para alentar a los jugadores en un partido jugado en Mendoza. Esa misma noche había empezado a nevar, se había bloqueado el camino y no podían regresar. La mayoría ya no tenía dinero y les era imperioso comenzar el retorno.

Me acerqué para escuchar las soluciones que la empresa les ofrecía. Irían hasta San Martín de los Andes, más de mil kilómetros al sur, cruzarían la cordillera por ese paso, y entonces, otra vez viajarían al norte hasta llegar a Santiago. El viaje parecía una locura por la duración, pero a pesar de viajar treinta y seis horas, era la única opción que tenía.

Sin dudarlo, pregunté si tenían un lugar para mí; afortunadamente quedaba uno, y estuvieron dispuestos a vendérmelo. Pocas horas después, estábamos en viaje.
El ómnibus no era el más cómodo para un viaje tan largo; la ruta elegida, si bien era la más corta, ayudó a que muy pronto sintiéramos la dureza de los asientos. La noche fue interminable y apenas pudimos dormir. Sin embargo, el cansancio desapareció cuando al amanecer quedamos maravillados al contemplar el paisaje de montañas y lagos.

Al comenzar el cruce, la policía advirtió que hacía unas horas había empezado a nevar y que, si bien el paso estaba abierto, se debía transitar con extrema precaución.

La combinación de los bosques de pinos sobre las montañas, más las altas cumbres de fondo y los precipicios al costado del camino, con la nieve que caía en forma suave pero intensa, cubriendo todo de blanco, conformaba un paisaje que dejaba sin habla. Llegó a tal punto el asombro que, en un sector más ancho del camino, la mayoría pidió detenerse unos minutos para bajar y sacar fotos. Una vez abajo, el juego con la nieve distendió a muchos y los “pocos minutos” se hicieron más de media hora.

Cuando se logró que todos subieran nuevamente, el conductor encendió el motor, pero cuando quiso reiniciar la subida, el ómnibus empezó a patinar por el hielo que se formaba bajo las ruedas y, a pesar del freno y de todos los intentos del chofer, lentamente comenzó a deslizarse hacia atrás, acercándose peligrosamente al precipicio.

Un silencio profundo fue la reacción de todos, aterrados por lo que estaba pasando y por lo que imaginábamos que sucedería si la pericia de quien manejaba no lograba revertir la situación en pocos segundos.
Desde mi ventanilla ya se veía la profundidad del precipicio al que nos acercábamos, cuando empezaron a escucharse los primeros gritos de alerta, mezclados con los de desesperación. Las voces de los conductores reflejaban la impotencia ante lo que estaba sucediendo. Faltaban muy pocos metros para llegar a una curva y entonces ya cualquier intento sería inútil; la caída al vacío sería inevitable.

Ninguno pudo explicar bien lo que sucedió, pero de pronto el ómnibus se detuvo unos instantes que parecieron eternos; sentimos un ruido de piedras bajo las ruedas que volaban impulsadas con fuerza por el giro de las mismas, y para el alivio de todos, comenzamos nuevamente a avanzar.
Permanecimos en absoluto silencio durante varios minutos, recuperándonos del susto; tímidamente se empezaron a escuchar murmullos que desahogaban las presiones de los momentos vividos.
De allí en adelante, el ómnibus continuó el camino sin problemas, y, a marcha lenta pero continua, cruzamos la cordillera que se cubría de blanco, pero a ninguno se le ocurrió pedir que nos detuviéramos nuevamente.

Muy atrás habían quedado las huellas de nuestras pisadas, ensuciando la nieve, y sólo los que estuvimos sentados en los últimos asientos y contemplamos tan cerca el precipicio. Tuvimos plena conciencia de cuánto pudo costarnos esa detención al costado del camino.

Muchas veces pensé en esa experiencia, en la mezcla de emociones y en cómo uno puede pasar de la fascinación al terror y del terror al alivio en cuestión de segundos. El error había sido detenerse, cuando el paisaje se podía contemplar manteniendo la marcha hacia nuestro destino.
Si bien hay etapas de la vida que pueden requerirnos andar más “lento”, tranquilos o cuidadosos, lo que nunca podemos hacer es caer en la inercia, porque entonces retrocedemos.

Vivir nos exige estar siempre “anhelosamente consagrados a una causa buena”, haciendo muchas cosas de nuestra propia voluntad y efectuar mucha justicia (Doctrina y Convenios 58:26-29). No se nos pide que corramos más aprisa de lo que nuestras fuerzas nos permitan (véase Mosíah 4:27), pero sí que estemos en movimiento hacia nuestro objetivo.

Muchas veces pensamos que podemos tomarnos alguna especie de vacaciones en nuestro cumplimiento, o en nuestro arrepentimiento, y nos “detenemos” a contemplar cómo la vida pasa, sin darnos cuenta, que en realidad, sin hacer nada, retrocedemos.

Lamán y Lemuel nunca quisieron aprender ese concepto, a pesar de las muchas experiencias que vivieron y advertencias que recibieron. En forma cíclica cayeron una y otra vez en “detenerse y bajarse” para descansar del viaje a la tierra prometida.

“Y después de haber sido impelidos por el viento por el espacio de muchos días, he aquí, mis hermanos y los hijos de Ismael, y también sus esposas, empezaron a holgarse, de tal manera que comenzaron a bailar, y a cantar, y a hablar groseramente, sí, al grado de olvidarse del poder mediante el cual habían sido conducidos hasta allí; sí, se entregaron a una rudeza desmedida” (1 Nefi 18:9).

La consecuencia fue el desconcierto y comenzar a retroceder:
“Y aconteció que después que me hubieron atado al grado de no poder moverme, la brújula que el Señor había preparado para nosotros cesó de funcionar. Por tanto, no supieron por dónde habían de dirigir el barco, y en esto se desató una fuerte tempestad, sí, una tempestad fuerte y terrible, y fuimos impulsados hacia atrás sobre las aguas durante tres días…” (1 Nefi 18:9).
El retroceso continuó casi hasta el desastre, hasta que decidieron arrepentirse y volver a los mandamientos, haciendo caso a Nefi y a Lehi. Entonces, avanzaron nuevamente:
“Y sucedió que yo, Nefi, dirigí el barco de manera que navegamos de nuevo hacia la tierra prometida” (1 Nefi 18:22).

El camino al Padre no es para nada aburrido y está lleno de emociones; debemos divertirnos y ser felices. Estemos trabajando intensamente o de vacaciones, son demasiadas las cosas buenas que siempre tenemos para hacer en las distintas áreas que hacen a la vida. No es sabio detenernos y bajarnos para “contemplar o descansar”, porque al hacerlo, decidimos retroceder en nuestro trayecto, acercándonos a peligrosos y profundos precipicios. El viaje a la “tierra prometida” no se limita al día domingo, o a unas horas durante la semana, o unos años de servicio. El viaje, en sí, es toda nuestra vida.

El camino al Padre no es para nada aburrido y está lleno de emociones; debemos divertirnos y ser felices…

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