Las mochilas que todos llevamos

A lo largo de nuestras vidas, vamos acumulando una infinidad de mochilas invisibles cuyo peso muchas veces nos resulta complicado aliviar.

A pesar de que el transporte público puede resultar incómodo debido a las largas esperas, la multitud constante y el hecho de que a veces no se detiene por estar lleno, es también uno de los espacios que más invitan a reflexionar. Me inspira a conversar contigo y a animarte a observar lo que sucede a tu alrededor.

Dependiendo de la hora y el destino, suelo decidir dónde me conviene sentarme en el autobús. Hoy, todo se dio para que eligiera el fondo, y mientras observaba a mi alrededor, algo en particular captó mi atención.

La mayoría de los pasajeros llevaba mochilas, carteras o bolsos, algún elemento para guardar sus pertenencias. Las mochilas, en especial, se destacaban por su variedad de colores, tejidos, tamaños y formas. Algunas eran extravagantes; otras más simples o clásicas. Unas parecían muy cómodas de llevar, mientras que otras lo contrario. Sin embargo, sin importar su apariencia, todas parecían estar repletas de objetos. Hombres, mujeres y niños, casi todos llevaban una mochila.

Esto me llevó a pensar también en las que utilizan los mochileros: enormes y capaces de contener casi todo lo necesario para un viaje. No obstante, con esa capacidad también viene el peso. Mientras escribo y evoco este tipo de mochilas, recuerdo mi infancia, cuando “elegíamos” la nuestra. Lo pongo entre comillas porque, en realidad, no solíamos tener muchas opciones, pero dentro de las que nos ofrecían, tratábamos de elegir la más cómoda, o al menos eso era lo que nos decían.

Recuerdo las mochilas con rueditas, tan fáciles de llevar que apenas requerían esfuerzo, aunque su ruido en las veredas era terrible. Era imposible no darse cuenta de que alguien iba camino a la escuela. ¡Pero qué cómodas eran! Ahora, de adultos, las compramos nosotros según nuestros gustos y posibilidades. Y aunque al principio nos conformamos con la que adquirimos, con el tiempo, comenzamos, inevitablemente, a desear otra.

Estos pensamientos me llevaron a reflexionar sobre las mochilas invisibles que todos cargamos, esas que únicamente nosotros conocemos. Algunas pueden parecer pequeñas, pero todas, sin excepción, conllevan un peso. La realidad es que, en la vida cotidiana, todos llevamos mochilas que no vaciamos, ya sea porque no queremos o porque no podemos.

¿Qué queremos decir cuando hablamos de mochilas invisibles? ¿Son algo físico, psíquico o emocional? ¿Las llevamos de manera consciente o inconsciente? ¿Por qué las cargamos sin saber exactamente el motivo? Y si quisiéramos vaciarlas, ¿podríamos hacerlo por nuestra cuenta o necesitaríamos ayuda? ¿Qué pasaría si, de repente, un día se vaciaran sin que lo hubiéramos planeado?

mochilas multicolores

Muchas preguntas, ¿verdad? Bueno, tranquilo, iremos despacio para que ni tú ni yo nos perdamos en esta conversación. Primero que todo, ¿qué es una mochila? Es un bolso o saco que se lleva a la espalda mediante dos correas que se ajustan sobre los hombros. Su diseño está pensado para transportar objetos de manera cómoda, distribuyendo el peso de forma equilibrada. Las mochilas están disponibles en diferentes tamaños, estilos y materiales, y se utilizan para actividades como el trabajo, la escuela, los viajes, el senderismo o los deportes. 

Sin embargo, además de su uso físico, el concepto de “mochila” se emplea en sentido figurado para referirse a cargas emocionales o responsabilidades que una persona lleva consigo, muchas veces de manera invisible para los demás. Estas mochilas emocionales son el reflejo de experiencias, situaciones o sentimientos que acumulamos día a día y que, en muchas ocasiones, ni siquiera nos detenemos a examinar.

Mochilas emocionales

Las “mochilas” emocionales representan las cargas internas que llevamos a lo largo de nuestra vida, aquellas que no siempre son visibles, pero que influyen profundamente en cómo nos sentimos, actuamos y nos relacionamos con los demás. Estas mochilas pueden variar de una persona a otra. 

Por un lado, incluyen heridas del pasado, provocadas por traumas o experiencias no gratas que dejan cicatrices y originan miedos, falta de confianza u otras inseguridades en el presente. Por otro lado, están las mochilas llenas de responsabilidades y expectativas que, en muchos casos, provienen de nuestros familiares, amigos o incluso de la sociedad. Estas exigencias externas pueden ser difíciles de gestionar y añadir un peso considerable a nuestra carga emocional.

No menos importantes son las mochilas que nosotros mismos nos imponemos. A menudo creamos expectativas tan altas que resultan inalcanzables, llevándonos a cargar con el peso del perfeccionismo, la culpa o el temor a defraudar. Por último, muchas mochilas están repletas de emociones relacionadas con la falta de perdón, ya sea hacia los demás o hacia nosotros mismos, lo que puede dificultar nuestra capacidad de avanzar y soltar aquello que ya no está bajo nuestro control.

Una de las mochilas más comunes entre los jóvenes es el miedo al futuro. El temor a lo desconocido o a no alcanzar las metas puede pesar demasiado. Nos preocupamos por lo que está por venir, nos angustia la posibilidad del fracaso y nos sentimos abrumados por las incertidumbres de la vida.

Entre estas mochilas emocionales, también se encuentran aquellas relacionadas con las relaciones no resueltas. Hay vínculos familiares, amistosos o amorosos que dejan cicatrices profundas, y muchas veces cargamos con el dolor de lo que no fue o de aquello que se rompió. Emociones no resueltas, como la tristeza o el enojo, suelen ocupar un espacio considerable en nuestra mochila emocional.

Otra carga significativa es la ansiedad por el tiempo. Como menciono en mi libro “Corriendo al Tiempo”, la sensación de que el tiempo se nos escapa es otra mochila emocional que llevamos a cuestas. La presión de aprovechar cada momento y el miedo de no hacer lo suficiente con nuestro tiempo terminan generando una constante ansiedad que resulta difícil de manejar.

Acumulación de mochilas

A lo largo de nuestras vidas, vamos acumulando una infinidad de mochilas emocionales invisibles cuyo peso, inevitablemente, nos resulta complicado aliviar. Es común intentar lo que parece más fácil: tratar de olvidar y continuar como si nada hubiera pasado. Sin embargo, tarde o temprano estas cargas resurgen, demandando ser atendidas y resueltas. Su impacto se refleja en nuestra actitud, carácter, ánimo e incluso en nuestra salud física y emocional. No es raro que este peso nos lleve a buscar ayuda profesional en terapia, no solo para aliviar la carga, sino también para sanar las heridas que estas mochilas han causado.

La cuestión clave es preguntarnos: ¿somos conscientes de todo lo que llevamos en nuestra mochila? A menudo acumulamos cosas sin darnos cuenta, lo que puede abrumarnos y robarnos la paz. Entonces viene una pregunta esencial: ¿Cómo podríamos aligerar ese peso? Tal vez la respuesta esté en aprender a soltar, a perdonarnos, a pedir ayuda o simplemente a detenernos a reflexionar.

Jesucristo sabe sanarnos

Aunque la terapia, la introspección o el apoyo de nuestros seres queridos son formas eficaces de afrontar nuestro equipaje emocional, no debemos olvidar la liberación espiritual al dejar estas cargas en manos de Dios. Jesús nos invita a hacerlo con las siguientes palabras: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). La fe nos muestra que podemos confiar en Jesucristo, quien aligera nuestras cargas y nos da la fortaleza necesaria para seguir adelante. Él sabe cómo sanar nuestra mente y nuestro corazón.

Dejar nuestra mochila en las manos de Dios no significa ignorar nuestros problemas, sino reconocer con humildad nuestras limitaciones. Es un acto de confianza y fe, un gesto que implica entregar aquello que nos supera y confiar en que su amor y su guía nos proporcionarán la paz que tanto necesitamos.

A veces, soltar lo que nos pesa es un acto de humildad y fe. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? Te invito a hacer la prueba.

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