Lo tengo que hacer

Mientras se preparaba la presentación anual de la Primaria de nuestro barrio, hace unos años atrás, un niño de corta edad reflexionaba acerca de su participación en el programa diciendo: “yo no quiero, pero lo tengo que hacer“.

Esas palabras me impresionaron y me llevaron a pensar que en la Iglesia uno debería hacer todas las cosas por el deseo de servir con el ánimo que da la conversión a los principios del Evangelio. Esta es una situación por demás deseable porque implica que no sólo se actúa porque es necesario, sino que se disfruta de lo que se hace.

El proceso de conversión al Evangelio debe llevar a tener la misma actitud por cada cosa en la que se actúa, ya sea el pago de los diezmos, la palabra de sabiduría o el programa de orientación familiar, por ejemplo. Pero no en todos los casos sucede esto. Un hecho concreto es que no se puede llegar a estar plenamente convertido antes de haber tenido una participación activa en cumplir con todas las leyes, ordenanzas y compromisos asumidos.

La conversión comienza con un proceso de comprensión previo que lleva de conocer la pauta a vivir conforme a ella, a partir no sólo de un acto de fe sino por el compromiso de honrar los convenios realizados. Como ese grado de evolución espiritual no es un acto automatizado consecuencia del bautismo, la realidad es que vemos por doquier personas, entre las que nos contamos, con debilidades y fortalezas de diverso grado, lo que determina en general el nivel de conversión alcanzado en un momento dado.

Sin duda, todos tenemos algún punto flojo que implica un “desafío” en nuestra vida. Pero la renuencia para actuar en aquello que es nuestra debilidad nos infringe un daño que a la larga es considerable, porque nos priva del progreso. Sin tener el ánimo de emitir juicios de valor, ¿no hemos visto personas que son “ases” en hacer aquello a lo que están “convertidos”, pero con el mismo ímpetu son reacios en tener una participación activa en el resto de las cosas?

“La renuencia para actuar en aquello que es nuestra debilidad nos infringe un daño que a la larga es considerable, porque nos priva del progreso…”

Por ejemplo, alguien a quien conocí hace años podía haber sido considerado como un sinónimo de la obra misional y era un entusiasta maestro y misionero de barrio. Sin embargo, íntimamente, cuestionaba el pago de los diezmos…, con lo cual abría un gran interrogante respecto a su comprensión de lo que predicaba. Con la actitud de negarse a actuar y “poner a prueba al Señor”, él llevaba su proceso de conversión a un estado de mera convicción, que son cosas completamente distintas.
Quedaba así expuesto a las corrientes cambiantes del pensamiento, con el riesgo que eso conlleva: todo puede “ir bien en Sión” hasta que una nueva idea suplanta la anterior, lo que ocurrirá sin ninguna duda si no hemos hecho un cambio de corazón respaldado por una genuina influencia espiritual que no llegará hasta después de haber actuado mediante nuestra fe.

¿Y entonces, cómo solucionamos esto?

Poniendo en práctica las prudentes palabras de un niño de alrededor de seis años: “yo no quiero pero lo tengo que hacer”, que no denotan conversión pero sí un compromiso sin el cual dicha conversión no llega. Probablemente por eso el Señor insistió en que lo pusiéramos a prueba. Aunque se refería específicamente al pago de los diezmos de Su pueblo, sin embargo esta apreciación podría aplicarse a cada principio de acción.

Al obrar estamos accionando mecanismos espirituales que nos llevan de la fe al conocimiento pleno, decantando en nuestra alma cada vez mayor comprensión y seguridad al ver como cobran vida las promesas del Señor.

Respecto de nuestro amigo de la primaria, ¡hizo lo que dijo!, demostrando con su ejemplo que cuando se tiene la actitud de ser obediente “del dicho al hecho” no hay más que un paso (Aunque no rime).

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