Madres en el día de reposo

No es fácil ser madre de niños pequeños los domingos a la mañana cuando nos preparamos para ir a las reuniones dominicales o mientras participamos de ellas…

Mientras nos preparamos para salir de casa comprobamos que nuestro vestido tiene el hombro sucio, producto de un líquido blancuzco con olor a leche cuajada. Lo peor es que nos lo pusimos al final para evitar lo de siempre. ¡Pero siempre sucede! Y si nos tomamos tiempo el sábado para elegir lo que nos pondríamos, en ese instante agarramos cualquier cosa del ropero, con la temible consecuencia de tener que escuchar luego: -“¿Se te rompió la plancha hoy?”- porque no chequeamos la condición del vestido.

Cargamos el cochecito de bolsos y manuales si vamos caminando o llenamos el auto como si nos fuéramos de viaje. Al llegar a la capilla vemos a muchas en nuestra misma situación, llevando bolsos con pañales, juguetes, papeles para dibujar, lápices, cuentos de tela, galletitas, mamaderas, chupetes, ropa de repuesto, el libro de metas de los más grandes, y en algún rincón nuestras escrituras. Todas vamos con un leve olor a yogurt (algo va fermentando).

Al caminar por el pasillo, optamos por dirigirnos directamente al salón de la primaria, sin hacer ninguna escala, para evitar que alguno se escape corriendo o tenga la idea de tomar agua. Participamos de las clases de los chicos, pero en realidad todo lo que hacemos es evitar que lloren. En determinado momento ya ni sabemos a quién tenemos en brazos, nuestra misión es calmarlo. Sabemos que hay una madre que por una hora disfruta una clase. Y un pensamiento nos reconforta: “Por lo menos alguien alimenta su espíritu.” ¡Cuántas veces nos encontramos en medio del pasillo llevando a un “atacado de llanto”, y nos preguntamos para qué venimos!!
Nos sentimos como autómatas cambiando pañales, dando mamaderas, sin tener tiempo de escuchar nada, con miedo de despertar al que después de una hora decidió dormirse.

Menos fácil es ser madre en medio de una reunión. Para una, ésta recién comienza después de 15 minutos, que fue el tiempo que tardamos en sentar a todos, evitar que se peleen e invitarlos dulcemente a que se queden quietos durante el servicio sacramental. Algo tiene ese momento que los calma… pero no los deja mudos porque siempre se escucha una vocecita reclamando más pan o diciendo:”- se cayó agua”!

Pero la cosa se pone peor si tenemos que dar un discurso o dirigimos un himno. Recuerdo que tocaba el piano con uno de los chicos a mis pies, jugando con los autitos y pidiéndome que levante las piernas porque él tenía que pasar, y el más chiquito en mi falda, llorando a los gritos si alguien se lo quería llevar, al que calmaba poniéndole el chupete. ¡Me admiro de mi capacidad de concentración! Hacía de puente, ponía el chupete y tocaba el piano, claro que a veces no era el himno correcto. . .

¡Cuántas de nosotras nos vimos en la incómoda situación de casi perder la falda en medio de un discurso, porque alguno se nos colgó reclamando que lo levantemos! O vemos como el auditorio pierde concentración al ver los manotazos sobre el micrófono del que tuvimos que alzar. Pero desarrollamos una habilidad increíble para evitar que lo haga. Y cuando logramos atrincherarlos en nuestro banco, vemos que nuestros pequeñitos añoran lo ajeno. Las galletitas del de adelante; los juguetes del que está detrás; el caramelo que le ofrece alguien cinco bancos más lejos.

Pero no todo es caos. Por un instante los vemos tranquilos, dibujando o jugando con… lo del otro. Y nadie llora. Es ahí cuando nos calmamos y podemos mirar al púlpito.
En medio de esa calma, de pronto, el orador queda mudo. En realidad habla pero no lo escuchamos. Entonces el obispo se dirige hacia los controles del micrófono. Triunfante lleva de la mano a una niña con cara de “yo no fui” hasta el banco de la madre. ¡Que sí, era nuestro banco! En algún momento tenemos que salir “al baño” que pasa a convertirse en cuarto de relax. Todos los niños salen del mismo con la cara lavada y peinados hacia un costado. Todavía recuerdo a mi hermana de la mano de mi madre por el pasillo del salón rogando: “¡al baño no, por favor! Me voy a portar bien”.

Aprovechamos la visita al baño para tratar de disimular con jabón de lavanda el horrible olor a yogurt que tenemos en nuestro cabello. Alguien trata de ayudarnos y veces lo logran. Los miramos como si fueran ángeles y no encontramos palabras para agradecerles su invaluable ayuda.

La reunión termina y nuestros hijos salen como disparados al escuchar “amén”. (Después de haberlo repetido en varias ocasiones durante la oración final como queriendo acelerar el trámite) Y las madres comenzamos la tarea de limpieza del lugar recogiendo los juguetes que parecen haberse multiplicado.

Con esperanza buscamos que alguien se nos acerque, pero los saluditos son de lejos. La conversaciones cortas se remiten a frases como: -“¡Qué brava está tu nena!” o “-¿no probaste con bañar a los chicos antes de venir?, el baño los calma”. Alguna más experimentada, nos da “LA CLAVE” que nos comprometemos a poner en práctica. Pero también se aleja rápido. Claro, tenemos olor a yogurt de lavanda.

Finalmente juntamos “a las ovejas de nuestro redil”, que tristes nos preguntan por qué nos tenemos que volver a casa y si vamos a venir otro día. Nos damos cuenta que el esfuerzo vale la pena: ellos vienen contentos; disfrutan de la compañía de sus amiguitos; cantan las canciones con sus dulces vocecitas; reconocen al Salvador en todas las láminas, saben que Él los ama y ellos aman a sus maestras, ¡hasta recuerdan sus clases!

Y nosotras recordamos agradecidas la escritura (la recordamos porque quedó en el bolso debajo de todo) que dice “las aflicciones serán por un breve momento”. Pero nos preguntamos: “¿Cuántos años durará ‘un breve momento’?’

Cuando el presente se convierta en recuerdo nos daremos cuenta que el sacrificio se transformó en bendiciones. Junto a nuestros hijos nos reiremos de la experiencia de crecer juntos. Veremos que en realidad éramos casi “súper madres” capaces de hacer varias cosas al mismo tiempo y hacerlas bastante bien! Entonces comprenderemos que “todas estas cosas [nos] servirán de experiencia y serán para [nuestro] bien” por siempre.

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