A medida que conocemos a Dios por medio de estudio de las Escrituras, la oración, la rectitud y el servicio, surge el deseo de ser como Él.
El conocimiento divino es una función de humildad y obediencia a las leyes de Dios y la obediencia trae el Espíritu, el cual da convicción; por tanto, conocer a Dios es llegar a ser como El.
“Si, lo entiendo, pero, ¿Qué quiere decir ‘ver’?”–preguntó Tom, ciego de nacimiento, en respuesta a la explicación de Jim sobre el proceso de la vista. “¿Qué quieres decir con ‘color’, Jim? ¿Qué es amarillo? ¿Verde? ¿Qué quieres decir con ‘luz’? ¿Oscuridad?
Trate de explicar alguna vez a una persona que nunca ha visto, lo que quiere decir ver, o a una persona sorda lo que quiere decir oír. Podemos comunicar ideas y hechos, pero no podemos transmitir a una persona ciega o sorda un conocimiento verdadero o la comprensión de lo que en realidad quiere decir ver u oír.
Sin embargo, una persona ciega podría hacer durante toda su vida, un estudio del ojo, las propiedades de la luz, el proceso de la visión, y así llegar a ser un gran experto en ese campo. Puede llegar a ser tan experto como para enseñar a los médicos que pueden ver, pero por otra parte, no puede saber nada en cuanto a la visión. Tal conocimiento sólo puede lograrse mediante experiencia personal.
Esto también es verdad con el conocimiento divino, que es la clase de conocimiento que viene de Dios hacia el espíritu que mora en el hombre. No viene de la carne y sangre (véase Mateo 16:17), ni por razonamiento o sabiduría del hombre (Véase 1 Corintios 2:9,14; 2 Nefi 8:28). Por tanto, viene de Dios cuando Su espíritu se comunica con el espíritu del hombre. Uno puede saber mucho acerca de Dios y sin embargo no conocerlo. Una persona puede entender los planes de Dios para con sus hijos a través de todas las dispensaciones y puede recitar los principios y doctrinas del evangelio en forma impresionante y quizá, desde el punto de vista intelectual, enseñar eficazmente una clase en la Escuela Dominical, y no obstante tener muy poco o ningún conocimiento personal acerca de Dios, el Autor de todo.
La llave está en el corazón
En Irlanda observamos la conversión de cientos de personas, entre estragos, dudas, miedos, escapes y luchas. Una y otra vez llegamos a la conclusión que un individuo puede conocer la verdad, de acuerdo al grado en que haya sido leal a la misma.
En otras palabras, pudimos ver que una persona podía saber que el evangelio había sido restaurado, si era fiel a sus enseñanzas, tales como la Palabra de Sabiduría, oración, diezmos y estudio. Sacamos en conclusión que la gente realmente no dudaba del evangelio, sino de sí mismos y de su propio deseo y habilidad de vivirlo. ¡Qué descubrimiento tan interesante!
Toda la manera de enseñar cambió. En vez de ofrecer más lógica, más escrituras, más evidencias externas en el espíritu de amor y testimonio, pedimos que cada uno mirara dentro de su propio corazón, “…porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23). La llave para el testimonio estaba en el corazón.
Algunos tratarán de escapar de esta verdad fundamental, buscando un atajo, o sólo mediante su conocimiento, rehusando de esta manera mirarse a sí mismos, arrepentirse, estudiar devotamente, buscar diligentemente u orar sinceramente de corazón. Otros lucharán y se rebelarán como lo hizo Amulek antes de su conversión:
“Sin embargo, endurecí mi corazón, porque fui llamado muchas veces, y no quise oír; de modo que sabía concerniente a estás cosas, mas no quería saber; por lo tanto seguí rebelándome contra Dios, en la iniquidad de mi corazón…” (Alma 10:6).
La gran llave: Obediencia
El Salvador igualó el conocimiento con la acción. “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:17). Pero esta fue una doctrina muy difícil de aprender para los judíos, porque demandaba en ellos un cambio. Pensaron que la vida se encontraba en las escrituras, las cuales estudiarían y usarían para juzgar a otros. Pero no se acercaron a Cristo de quien las escrituras testificaban, a recibir la vida (Véase Juan 5:3-40). Con su orgullo e irresolución, el costo de humildad, arrepentimiento y obediencia a Cristo fue demasiado grande.
El conocimiento divino es una función de humildad y obediencia a las leyes de Dios. Estas son simplemente las leyes divinas y naturales del progreso eterno, la obediencia a las cuales abren el contenido de una memoria cubierta de convenios, convicciones y conocimiento divino, conocidos desde antes de que viniésemos a este segundo estado. La obediencia trae el Espíritu, el cual da convicción; por tanto, conocer a Dios es llegar a ser como El.
Pedro explica hermosamente este proceso de adquisición de conocimiento divino, o un conocimiento de Dios y su Hijo Jesucristo (1 Pedro 1:3-8), cuyo conocimiento es vida eterna (Juan 17:3).
Al llegar a ser “participantes de la naturaleza divina”, Pedro explica primero la necesidad de auto abnegación y autodominio: “habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia”; y segundo, un esfuerzo diligente para desarrollar los atributos divinos de Dios, empezando con la fe y terminando con la caridad. Resultado neto: “Porque si estas cosas están en vosotros y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto a conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. (2 Pedro 1:8).
Ambos niveles de obediencia son necesarios; el segundo edificando sobre el primero. Cuando uno honradamente puede decirse a sí mismo, “soy mi propio amo”, de manera que su espíritu domine la carne, entonces está en posición de decir al Señor, “Ahora soy tu siervo”. El obedecer leyes menores aumenta la disciplina y fuerza de carácter que habilita al individuo a resistir las tentaciones más grandes y a obedecer las altas leyes de humildad, amor y servicio desinteresado. El intentar desarrollar un carácter divino sin dejar las fuentes mundanas, constituye la más grande de las decepciones (Santiago 1:22-27).
La prueba verdadera del conocimiento divino
Las pruebas verdaderas del conocimiento divino son simplemente las pruebas del carácter formado mediante la fiel obediencia a las leyes divinas: “Porque no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe” (Eter 12:6).
Para conocer a Dios, debemos beber profundamente de Su fuente divina, tener hambre de verdad y rectitud, estudiar diligentemente, orar específica y sinceramente de corazón y servir desinteresadamente. Nuestra paz vendrá de El, no del mundo. El conocimiento divino no se obtiene fácilmente.
Esta filosofía de algo por nada, aprendiendo sin obedecer, intelectualizando sin arrepentimiento, pensando sin oración, aceptando la ciencia sin Cristo, fallará totalmente en dar a conocer un conocimiento de Dios.
“El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos.” (Santiago 1:8)
Enseñamos lo que somos
¡Maestros, líderes, padres! Si somos verdaderamente honestos, humildes y valientes para ver dentro de nuestro corazón así como el fruto de nuestras labores, especialmente en la vida de nuestros hijos y alumnos, descubriremos una verdad médula: enseñamos lo que somos.
Con la convicción más profunda de mi corazón, recomiendo un estudio diario, diligente y devoto de las escrituras, que contienen los sentimientos y pensamientos del Señor, con el expreso propósito de encontrarlo, de obtener inspiración e iluminación, de humillarnos por la revelación de nuestras propias debilidades, para tener un deseo de servir mejor, de sacrificar y obedecer, de tener la seguridad, aprobación y paz que vienen del interior en vez del exterior; “…el que viene a mí, nunca tendrá hambre” (Juan 6:35).
Stephen R. Covey, es un reconocido escritor SUD, autor de “Siete hábitos para gente altamente efectiva” y muchos otros libros. Ha sido profesor de BYU. Artículo publicado en la Liahona de octubre de 1968
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