Centinela Puesto Cuatro ¡Grite!
Un día de invierno niebla se hizo tan intensa que no se veía la proa de la embarcación; el grito ansioso del oficial —“Centinela Puesto Cuatro ¡grite!”— se repetía y no se oía nada.
La Escuela Naval Militar, institución en la cual me desempeñé como profesor durante treinta y ocho años, está ubicada en la Isla Santiago. Si bien ahora se puede llegar a la escuela por tierra, a través de un puente recientemente construido, durante los primeros años de mi desempeño en ella teníamos que embarcar en una lancha en el embarcadero de la estación de Río Santiago, que estaba sobre una de las riberas del canal de entrada al Puerto de La Plata, navegar por ese curso de agua hasta las Cuatro Bocas, donde se cruza dicho canal con el Río Santiago, entonces singlar por el río, cruzar el canal de acceso al Liceo Naval, hasta llegar al Puesto Cuatro, embarcadero que usábamos los oficiales y profesores de la Escuela. Eran entre diez y quince minutos de lancha por un trayecto bastante peligroso, especialmente cuando había niebla —la cual era muy frecuente en las mañanas muy frías—, porque por allí navegan buques de gran calado, arrastrados por poderosos remolcadores.
Un día de invierno, con mucha niebla, embarcamos, como solíamos hacerlo, a eso de la ocho de la mañana. Salimos y al llegar a las Cuatro Bocas, la cerrazón de la niebla se hizo tan intensa que el patrón de la lancha —así se llama al que la conduce— no veía la proa de la embarcación que la tenía escasamente a metro y medio del timón. En pocos minutos estábamos perdidos en la niebla en medio de ese cruce tan peligroso, entre el Canal de Acceso y el Río Santiago. Fueron varios minutos de mucha zozobra.
Un oficial joven que iba con nosotros, se subió al techo de la lancha y gritó: “Centinela Puesto Cuatro ¡grite!”, y no se oyó nada. Y otra vez, con voz más fuerte: “Centinela Puesto Cuatro ¡grite!”, y nada. El patrón, para escuchar mejor, bajó al máximo las revoluciones del motor de la lancha, ya que apagarlo significaba un peligro mayor, porque nos dejaba al garete.
Estábamos todos muy atentos y en absoluto silencio. Recién después del tercer grito del oficial apenas se alcanzó a oír una voz. Se notaba que era un grito, pero muy atenuado por la distancia; era la del centinela que decía: “¡Aquí, señor!”. El oficial entonces le dio la orden: “¡Centinela Puesto Cuatro, siga gritando!” . Entonces escuchamos una secuencia de: ”¡Aquí, señor!, ¡Aquí, señor!”, cada vez más claro y más próximo que orientó al patrón en su derrotero hacia el Puesto Cuatro. Y llegamos sanos y salvos.
Hacia el mediodía teníamos que retornar al embarcadero de la estación de Río Santiago para volver a casa. El sol con sus rayos de luz y calor había disipado la niebla, ya no necesitábamos la voz orientadora del centinela del Puesto Cuatro para desplazarnos con seguridad por el río y el canal. Veíamos con claridad el camino y podíamos evitar, por nosotros mismos, cualquier cosa que se interpusiera en nuestra ruta.
Me pareció haber vivido la realidad de un suceso que, por su semejanza, bien puede servir como parábola para simbolizar nuestro navegar por el mar de la vida mortal en ocasión de estar sumergidos en las sombras neblinosas del pecado, de la ignorancia y de la duda, que nublando la visión desorienta al navegante. Pero, como toda parábola, tiene sus similitudes y sus diferencias.
En momentos como los vividos en el medio del río, al no poder ver los peligros que asechan en el entorno, ni el rumbo seguro que nos conduzca al puerto deseado, necesitamos que alguien, ya situado en el destino hacia el cual nos dirigimos, nos brinde el socorro necesario, guiando el derrotero.
Entonces, como en la peligrosa experiencia en las Cuatro Bocas, es cuando necesitamos pedir ayuda. En la parábola, por medio de gritos con órdenes autoritarias de un oficial subido al techo de la lancha, al centinela del Puesto Cuatro para que dé la señal audible de orientación. En la realidad terrena, mediante la confiada y reverente oración de un hijo arrodillado suplicando al Todopoderoso orientación y guía. Y tanto como lo fue en una, también en la otra es necesario provocar el silencio que permita oír la voz del que nos da ayuda.
En la inquietante experiencia del río, el silencio del alegre y cotidiano bullicio de un grupo de amigos embarcados juntos y del motor de la lancha, para poder oír el lejano grito del centinela respondiendo con subordinado temor a su superior. En la experiencia de la vida, el ruido de la sordidez mundana, para escuchar “el silbo apacible y delicado”, que solo el oído atento y entrenado percibe, del Padre Celestial respondiendo con acendrado amor a su angustiado hijo.
Y se repite el símil, en ambos eventos, en la necedad que significaría el desoír el sabio consejo, el discutir la guía o el oponerse al oportuno aviso, porque en ambos casos la vida y la muerte, física o espiritual, estarán en juego; la vida como fruto de la fiel obediencia y la muerte como cosecha de la rebeldía.
El sol del mediodía que, allá en el río, disipando la niebla permitió navegar con recursos propios sin ningún peligro, simboliza, en este paralelo del andar terreno, la luz de una mente clara, llena de comprensión y entendimiento, gestada al abrigo del Santo Espíritu que el Señor prodiga a los de corazón puro y manos limpias, que con obediencia guardan sus convenios.
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