He cambiado mis prioridades
La Misión Argentina Bahía Blanca, que me tocó presidir entre los años 1983-86), se encontraba entre las más extensas del mundo: algo más de 1.000.000 de km2. Abarcaba 6 provincias –La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego—y el sur de la Provincia de Buenos Aires, con dos Estacas organizadas: Mar del Plata y Bahía Blanca, y varios Distritos y Ramas independientes que dependían de la misión.
Su topografía tenía particularidades muy diversas, como zonas montañosas, sierras, cataratas, lagos, ríos caudalosos y tierra fértil. Pero también desiertos áridos, y grandes reservas de petróleo, minas de carbón y minerales. La ganadería y agricultura era muy variada y también existían extensas plantaciones de frutales como las del valle del Río Negro. Los centros turísticos, tales como Mar del Plata y las playas del Atlántico, Bariloche, San Martín de los Andes, El Bolsón, Puerto Madryn, los Hielos Eternos del sur, por mencionar sólo a los principales, atraían a miles de turistas.
Afortunadamente, hacía poco más de un año, había concluido la guerra de nuestro país con Gran Bretaña por la posesión de las Islas del Atlántico Sur (Malvinas, Georgias del Sur y Sándwiches del sur) y la Iglesia estaba representada en todas las grandes ciudades y en su gran mayoría, las unidades eras administradas por líderes locales. Sin embargo, nos esperaba gran trabajo por delante y muchos viajes, por todos los medios disponibles, para atender a las necesidades de las unidades, miembros y misioneros.
En el mes de julio de 1985, con los asistentes, planeamos un viaje en avión a Río Grande, Tierra del Fuego. Jamás pensamos que iba a resultar tan accidentado. Por mal tiempo estuvimos demorados en Río Gallegos y después de varias horas anunciaron que se reanudaba el viaje. Durante el breve trayecto a Río Grande, los pozos de aire y las temibles turbulencias por la tormenta, nos predispusieron para la prueba final. Al aterrizar, el comandante de la nave se dio cuenta que estaba fuera de la pista y a escasos 200 metros de la tierra, con una brusca maniobra, levantó vuelo nuevamente, evitando así, una verdadera catástrofe.
Todo eso fue advertido por los pasajeros que ya habían entrado en pánico. Fue en ese momento, que uno de los asistentes, pálido, me dijo: “Presidente, acabo de cambiar mis prioridades”.
Le sonreí, tratando de calmarlo y me di cuenta que en su estado de “shock”, y agradecido por estar vivo, había prometido hacer cambios en su escala de valores, dando prioridad a los temas espirituales.
De regreso a la oficina, tuve una reunión con los asistentes para evaluar el viaje. Aproveché para preguntarle al asistente en cuestión, cómo se sentía. Lo encontré más tranquilo y relajado y no advertí en él la misma determinación de hacer cambios profundos.
Me pregunto por qué razón, aún a personas dignas como ese misionero, les cuesta modificar conductas para ir perfeccionándose, como el Señor nos ha mandado (Mateo 5:48; 3 Nefi 27:27).
A veces, sin estar en el extremo de ser “enemigo de Dios”, nos dejamos llevar por remanentes del “hombre natural” (Mosíah 3:19), que “no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios…”, y que nos impide rectificar rumbos y “obtener la mente de Cristo” (1 Cor. 2:14,16), “y gimen bajo la oscuridad y la servidumbre del pecado…porque no vienen a mí.” (DyC 84:49-50)
Es decir, “no hay quien haga lo bueno salvo aquéllos que están dispuestos a recibir la plenitud de mi evangelio…” (DyC 35:12)
Analicemos brevemente, el versículo 13 de la sección 112 de Doctrina y Convenios: “Y después de sus tentaciones y de mucha tribulación, he aquí, yo, el Señor, los buscaré: y si no se obstina su corazón ni se endurece su cerviz en contra de mí, serán convertidos y yo los sanaré”.
Aquí vemos dos causas externas, como las tentaciones y tribulaciones, que llegan a nuestra vida a pesar nuestro. En cambio tenemos dos factores internos, que sí podemos corregir, como la obstinación del corazón y el orgullo (endurecer la cerviz). Es interesante señalar que el Señor nos buscará para ayudarnos a cambiar y sanar. La sanidad espiritual es la culminación en el proceso de la conversión y quienes la poseen, según el Profeta José Smith, “pierden la capacidad de pecar”.
En conclusión, cuando aceptamos las ordenanzas salvadoras y vivimos los convenios correspondientes, entonces somos “llamados progenie de Cristo, hijos e hijas de Él, porque he aquí, hoy Él os ha engendrado espiritualmente, pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre; por tanto, habéis nacido de Él y habéis llegado a ser sus hijos e hijas”. (Mosíah 5:7)
Sí, vale la pena ir despojándonos del “hombre natural”, para disfrutar de lo que Pablo llamó “los frutos del Espíritu…amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza…” (Gál. 5:22-23)
Hasta la próxima!
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