Normalmente, viajo en tren, lo que no reviste ninguna circunstancia demasiado destacable porque diariamente miles de personas lo hacen. Pero lo que he podido observar es la gran diferencia que hay entre unos y otros. Me explico: unos pagan habitualmente su pasaje. Otros no. En otras palabras, unos son honestos, otros no.
He escuchado decir: “Muchos lo hacen…” El problema, es que lo que realmente nos debe importar es lo que nosotros hacemos y que determina si somos honestos o no. Y como miembros de la Iglesia debemos estar del lado de los “unos”, de los que son honestos, aun en las pequeñas cosas.
Tal vez se piense, como autojustificación, que solo se trata de unos pocos pesos, que la situación está difícil, que el transporte es caro y tantas otras cosas por el estilo. El problema es que la honestidad, tal como la entiende el Salvador, no tiene un valor cuantitativo. Hablando de dinero, sean centavos o miles, es lo mismo.
¿Qué dicen las Escrituras?
“Por tanto, no os canséis de hacer lo bueno, porque estáis poniendo los cimientos de una gran obra. Y de las cosas pequeñas proceden las grandes.” (DyC 64:33)
La “gran obra” cuyos cimientos estoy demoliendo con mi falta de integridad, en principio, es mi dignidad. Y, a partir de allí, mi potencial eterno. No puedo, si quiero considerar seriamente ese potencial, apartarme de esta advertencia: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado, porque todo lo que el hombre siembre, eso también segará.” (Gálatas 6:7)
“No se puede ser digno de confianza en circunstancias de deshonestidad…”
Recuerdo, al respecto de la dignidad, las palabras que escuché del élder Amado hace unos años: “es mejor ser digno de confianza que ser amado”. Ciertamente no se puede ser digno de confianza en circunstancias de deshonestidad.
Alguno dirá, “el resto no lo sabe”. Puede que no. Pero el que sí lo sabe es el ejecutor de la ley que está en el reino celestial: “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin saberlo vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados” (Mateo 10:29).
Todos, sin excepciones, nos vemos enfrentados a decidir muchas veces de qué lado de la línea nos situamos. Ya sabemos que hay una oposición en todas las cosas, como se expresa en 2 Nefi 2:11: “porque es preciso que haya una oposición en todas las cosas. Pues de otro modo, mi primer hijo nacido en el desierto, no se podría llevar a efecto la rectitud ni la iniquidad, ni tampoco la santidad ni la miseria, ni el bien ni el mal. De modo que todas las cosas necesariamente serían un solo conjunto; por tanto, si fuese un solo cuerpo, habría de permanecer como muerto, no teniendo ni vida ni muerte, ni corrupción ni incorrupción, ni felicidad ni miseria, ni sensibilidad ni insensibilidad”.
Sin embargo, son nuestros deseos y sentimientos, basados en la moralidad, o la falta de ella al no vivir realmente dentro del marco de los principios del Evangelio, los que se acoplan a cada par de opuestos disparando un mecanismo que controla un aspecto de la realidad, del cual, a veces, es difícil volver y al que es mejor no entrar. Dicho de otro modo, la toma de decisión implica una elección que da relevancia a uno de esos opuestos. Y así es como cada uno es artífice de su propio destino. En definitiva, estas “vivezas” al que más perjudican es a uno mismo.
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