En una sección rural del Sur de California murió una señora de descendencia mexicana, dejando una familia de ocho hijos. La hija mayor, que aún no cumplía los 17 años de edad, era una joven de estatura pequeña sobre cuyos débiles hombros cayó la carga de cuidar de la familia. Sus vecinos la vieron emprender la tarea con valor y habilidad. Procuraba que los demás niños se conservaran limpios, los alimentaba y los enviaba a la escuela. Desempeñaba su cargo con competencia extraordinaria.
Un día, una de sus vecinas la felicitó por los que estaba logrando. La joven contestó: “No merezco ningún elogio por algo que tengo que hacer”.
Su amiga le dijo: “Pero no tienes necesidad de hacerlo. Nadie te lo está exigiendo”.
La joven pensó por un momento y entonces le respondió: “Tal vez usted tenga razón, pero ¿qué hago con el ‘tengo que’ que está dentro de mí?”
“No importa cuál sea el deber que me impongas, preferiré morir mil veces que desatenderlo.”
En la afirmación de esta joven mexicana se encierra uno de los aspectos más importantes del éxito para dirigir. Se compone de un “impulso interior de responsabilidad”. Es algo que insta a obrar debidamente. Fue lo que causó que Sócrates dijese: “No importa cuál sea el deber que me impongas, preferiré morir mil veces que desatenderlo.”
Hay personas que desarrollan un alto grado de este potente sentido de determinación voluntaria de cumplir con su deber. Esta virtud es mucho más que meramente iniciativa. Es una combinación del empeño y la conciencia en su perfección. Estos dos preciosos rasgos de carácter se unen para formar un notable poder espiritual interno.
Durante la primera guerra mundial, el capitán de un cañonero dio órdenes de que el barco fuera a rescatar a un compañero herido. El primer oficial le hizo ver los peligros: le cortarían la retirada dejándoles poca probabilidad de volver al puerto. El capitán le contestó: “Tenemos la obligación de salir; no de volver.” Este capitán tenía el mismo espíritu y sentido de responsabilidad que nuestra joven mexicana.
Esta cualidad ocupa el lugar principal entre los rasgos del hábil director. Fue una de las características importantes que distinguieron la vida de Abraham Lincoln. Este gran hombre también se guiaba por un ‘tengo que’. Solía decir: “No tengo la obligación de ganar, pero sí de ser leal. No tengo la obligación de lograr el éxito, pero sí de vivir de acuerdo con la mejor luz que hay en mí. Apoyaré a cualquiera que obrare en justicia, y me apartaré de cualquiera que obrare con injusticia”.
Fue este ‘tengo que’ de Lincoln lo que lo animó a arrostrar grandes desventajas hasta que por fin triunfó su causa. Esta virtud llegó a su punto culminante en el propio Maestro Jesucristo, quien la llevó consigo a la cruz. No tuvo que hacerlo, sin embargo lo hizo. De su propia voluntad, hizo lo que tenía que hacer. Él mismo afirmó: “Yo pongo mi vida… nadie me la quita, mas yo la pongo de mí mismo”.
¿Podemos imaginar que fuese necesario recordarle a Jesús que cumpliera con su deber?
Recientemente un miembro de la Iglesia me dijo que iba a dejar de fumar. Le pregunté por qué y mostró un artículo que acababa de recortar del periódico sobre el gran incremento de cáncer pulmonar, y el hecho de que los científicos ahora concordaban en que el hábito de fumar causa muchas horribles muertes cancerosas. Es decir, la posibilidad del sufrimiento y la muerte le habían infundido el miedo para hacer lo que debía. No iba a dejar de fumar porque era malo; ni tampoco iba a hacerlo porque agradaría a Dios. No iba a dejar el hábito por motivo de in ‘tengo que’ justo en su corazón. Iba a parar de fumar meramente porque temía el dolor y muerte que estaba trayendo sobre sí mismo. Y aun cuando no puedo negar que fue buena la idea de dejar de fumar, cualquiera que haya sido la razón, también pensé cuánto más notable habría sido si hubiera dejado de fumar por causa de la palabra del Señor. Ciertamente sus motivos no son tan nobles como los que inspiraron a la joven mexicana y al capitán del cañonero.
Jesús ha reiterado en nuestros propios días este principio de acción voluntaria. Conviene que lo consideremos cuidadosamente. Después de leer los siguientes versículos, pensemos como considerará Jesús el desarrollo de nuestro ‘tengo que’.
El 1 de agosto de 1831, dijo a José Smith:
“Porque he aquí, no conviene que yo mande en todas las cosas; porque el que es compelido en todo es un siervo perezoso y no sabio; por tanto, no recibe galardón alguno.
De cierto digo que los hombres deben estar anhelosamente consagrados a una causa buena, y hacer muchas cosas de su propia voluntad y efectuar mucha justicia;
porque el poder está en ellos, y en esto vienen a ser sus propios agentes. Y en tanto que los hombres hagan lo bueno, de ninguna manera perderán su recompensa.
Mas el que no hace nada hasta que se le mande, y recibe un mandamiento con corazón dudoso, y lo cumple desidiosamente, ya es condenado”. (DyC 58:26-29)
Son palabras algo enérgicas y no cabe duda que son claras. Debemos tener presente que podemos condenarnos a nosotros mismos no haciendo nada.
Conozco una ley que dice en sustancia que si una persona se está ahogando y nosotros podemos socorrerla, pero si no lo hacemos, somos legalmente responsables. Se pondría en duda nuestra ciudadanía si alguien siempre tuviera que estarnos animando o impulsándonos en alguna otra forma a que fuésemos a socorrer a una persona que se estaba ahogando.
También debemos entender claramente el lugar que ocupan en el liderazgo de la Iglesia la iniciativa y el empeño de obrar uno por sí mismo. Los cuatro versículos citados son una parte sumamente importante de nuestra responsabilidad. Si escuchamos atentamente, nuestra conciencia nos dirá lo que es menester hacer.
Nuestra iniciativa puede cumplir con cualquier tarea, si tan solamente la utilizamos. Como quiera que sea, sobre nosotros descansa la responsabilidad.
Nuestros pensamientos y ambiciones alcanzan nuevas dimensiones cuando se ponen en ellos las ideas correctas. La habilidad para dirigir llega a su nivel más elevado únicamente cuando desarrollamos la facultad para hacer cosas importantes de nosotros mismos.
Se dice que una vez un agricultor buscaba alguien que le ayudara en el trabajo de campo. Sólo tenían que contestar esta pregunta que él les hacía para ver si eran aptos: “¿Cuántas veces hay que decirte las cosas?”
Este es uno de los detalles importantes que el Señor necesita saber acerca de nosotros. Se ha dicho con un poco de sátira que un genio es aquel que puede cumplir con una tarea sin que se le diga más de tres veces.
Por otra parte, conozco un maestro orientador al cual cada mes se hace preciso llamarlo muchas veces para recordarle y avivar su entusiasmo para lograr que haga las visitas del mes. Pero es difícil en extremo conservarlo activo por mucho tiempo. Es como un neumático con media docena de agujeros pequeños. Cada vez que lo necesitan es menester llenarlo de aire; pero lo pierde con la misma rapidez con que lo recibe. Lleva una desventaja grandísima porque tiene que depender de alguna fuerza ajena.
¿Podemos ver en nuestra imaginación la clase de hombre en que el Señor estaba pensando cuando dijo: “El que no hace nada hasta que se le manda, y recibe un mandamiento con corazón dudoso, y lo cumple desidiosamente, ya es condenado”?
Hay personas que no pueden celebrar sus reuniones con sus consejeros y oficiales sino hasta que se ven obligados por alguna fuerza externa. Con frecuencia se necesita una emergencia comparable al temor del cáncer pulmonar, para obligar a una mente desidiosa a que emprenda la marcha. Hay algunos que no pueden llegar ni aun a la Iglesia sin ayuda o alguna especie de respiración artificial del espíritu, y aun cuando van, con frecuencia llegan tarde e indispuestos para hacer o recibir una contribución que valga la pena.
Son pocas las cosas que despiertan más nuestra admiración que la persona que puede hacer algo de sí mismo sin hacerse rogar o tener uno que halagarlo, recordarle o ayudarlo. Pensemos como inspira nuestro orgullo y simpatía la joven mexicana, al asumir en su juventud las grandes responsabilidades de la edad madura. Le habría sido fácil encontrar muchas razones para cuidar únicamente de sí misma. Pero su ‘tengo que’ se hizo cargo de la situación, la familia se preservó unida y en buena situación, y la propia joven fue la más bendecida.
Consideremos ahora nuestra situación. Nuestro Padre Celestial también tiene hijos. Muchos de ellos están aún más necesitados que los hermanitos de la joven mexicana. Muchos de los hijos de nuestro Padre Celestial corren peligro de perder sus bendiciones. Todos los principios del evangelio tienen que ver con el reino celestial. El objeto de la Iglesia es ayudar a todos a hacerse aptos para recibirlo. Sin embargo nos es dicho que relativamente pocos alcanzarán esa elevada meta. Frecuentemente la razón es la incompetencia de los que dirigen. Con cierta clase de directores, lo realizado puede alcanzar un nivel muy alto; con otra clase, lo efectuado casi se pierde de vista. Hay una tercera clase de dirección que desvía. Jesús dijo: “Mas ¡hay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a lo que están entrando” (Mateo 23:13).
El artista Rembrandt pintó un cuadro de la crucifixión. Al examinar la pintura, nuestra mirada se dirige a la figura central; pero al ver entre las sombras, percibimos otra figura. Aquellos que conocen la historia del lienzo y del artista dicen que Rembrandt pintó un retrato de sí mismo en el fondo. No hay ninguna duda respecto de su intención. Por motivo de su irreflexión, sus pecados involuntarios, sus esfuerzos mal orientados y mal ejemplo, Rembrandt se mostró a sí mismo como uno de los que ayudaron a sacrificar a Cristo.
La mayor parte de la gente realmente no tiene ninguna intención de causar perjuicios. El maestro orientador que desatiende su deber, o el director que no se reúne con sus consejeros, o el maestro que descuida la preparación de su clase, ninguna intención tiene de perjudicar a nadie. Sin embargo, en la vida de la gente se produce un efecto adverso. Nos inspira la idea de que Rembrandt pudo considerarse a sí mismo en el papel que muchos de nosotros involuntariamente desempeñamos a veces. Por lo menos, Rembrandt no se engañó a sí mismo.
Quizás también nosotros, allá en el fondo, entre las sombras, también estaremos ayudando a las fuerzas malignas. Es una posibilidad que no debemos pasar por alto. Nos consideramos como salvadores sobre el Monte de Sión. No podemos ser salvadores a menos que salvemos a alguien; y la primera alma que cualquier persona debe traer a Dios es la propia. Nunca seremos salvadores de muchas personas si alguien siempre tiene que estarnos empujando.
Conozco a dos jóvenes de la misma edad en la misma rama. Uno de ellos llega fielmente a sus reuniones de sacerdocio quince minutos antes de la hora. Los padres del otro difícilmente pueden hacer que se levante en la mañana. Al primero se le dio la oportunidad de enseñar una de las clases de la Escuela Dominical desde muy joven. Algún día alguien le ofrecerá la oportunidad de ser un obispo o presidente de estaca. A nadie se le ocurre invitar al otro joven a que cumpla con tareas importantes. La diferencia entre ellos consiste en un sentido personal y privado del ‘tengo que’. Cada vez que veo al primer joven me siento impulsado a saludarlo. Esta cualidad es como una predicción de grandes cosas que logrará en lo futuro.
En una ocasión los apóstoles Pedro y Juan fueron acusados delante de los príncipes de los judíos. Contestaron a los acusadores en estos términos: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer antes a vosotros que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hechos 4:19-20).
Se sintieron constreñidos a seguir adelante. Esta virtud los llenó de fuerza y hará lo mismo por nosotros.
También nosotros podemos desarrollar en nuestras vidas ese sentido de obligación, esta benéfica responsabilidad interior si la llevamos a la práctica en la vida diaria. Entonces, igual que la joven mexicana, desarrollaremos un ‘tengo que’ de fuerza suficiente para garantizar nuestro éxito y felicidad.
Artículo publicado en la Liahona de junio de 1960
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