Los orgullosos quieren que Dios esté de acuerdo con ellos, no tienen interés en cambiar de opinión para estar de acuerdo con la de Dios
Mis amados hermanos, me regocijo de estar con vosotros en otra gloriosa conferencia general de la Iglesia. Cuán agradecido estoy por el amor, las oraciones y el servicio de los devotos miembros de la Iglesia que hay en todo el mundo.
Quisiera elogiar a los santos fieles que están esforzándose por inundar la tierra con el Libro de Mormón y absorber sus enseñanzas ellos mismos. No sólo debemos sacar a luz, de manera extraordinaria, más ejemplares de este libro, sino que debemos hacer penetrar en nuestra propia vida y en toda la tierra más de sus maravillosos mensajes.
Este libro sagrado se escribió para nosotros, para nuestros días. Debemos aplicar sus enseñanzas a nosotros mismos (véase 1 Nefi 19:23). Doctrina y Convenios nos dice que el Libro de Mormón es el registro de un “pueblo caído” (véase DyC 20:9). ¿Y por qué cayó este pueblo?
Ese es uno de los mensajes principales del Libro de Mormón. Mormón mismo da la respuesta en los últimos capítulos del libro con estas palabras: “He aquí, el orgullo de esta nación, o sea el pueblo de los nefitas, ha sido la causa de su destrucción a menos que se arrepientan.” (Moroni 8:27)
Y luego, no sea que podamos perder el significativo mensaje del Libro de Mormón que nos legó ese pueblo caído, el Señor nos advierte en Doctrina y Convenios: “Cuidaos del orgullo, no sea que lleguéis a ser como los nefitas de la antigüedad” (DyC 38:39).
Sinceramente deseo la ayuda de vuestra fe y vuestras oraciones al tratar de aclarar este mensaje del Libro de Mormón sobre el pecado del orgullo. Este es un mensaje que he tenido pesándome sobre el alma durante algún tiempo ya. Sé que el Señor quiere que os lo comunique ahora a vosotros.
En el concilio pre terrenal, fue el orgullo lo que hizo caer a Lucifer, el hijo de la mañana (véase 2 Nefi 24:12-12; DyC 76:25-27; Moisés 4:3). Al llegar el fin de este mundo, cuando Dios purifique la tierra con fuego, los orgullosos serán quemados como estopa y los mansos heredarán la tierra (véase 3 Nefi 12:5; 25:1; DyC 29:9; José Smith Historia 1:37; Malaquías 4:1) .
En Doctrina y Convenios el Señor emplea tres veces la frase “cuídate del orgullo”, y hace una advertencia a propósito de él al segundo élder de la Iglesia, Oliverio Cowdery, y a Emma Smith, esposa del Profeta (DyC 23:1; véase también 24:14;38:39).
El orgullo es un pecado muy mal interpretado y muchos pecan en la ignorancia (véase Mosíah 3:11; 3 Nefi 6:18). En las Escrituras no hay nada que hable de un orgullo justo, sino que siempre se considera un pecado. Por lo tanto, sea cual sea la forma en que el mundo emplee la palabra, nosotros debemos entender la forma en que Dios la emplea para poder comprender el lenguaje de las Sagradas Escrituras y sacar provecho de ellas (véase 2 Nefi 4:15; Mosíah 1:3-7; Alma 5:61).
La mayoría de nosotros piensa en el orgullo como egotismo, vanidad, jactancia, arrogancia o altivez; aunque todos éstos son elementos que forman parte de ese pecado, su núcleo no está en ellos. La característica principal del orgullo es la enemistad: enemistad hacia Dios y enemistad hacia nuestros semejantes. Enemistad significa “aversión, odio, resentimiento” u oposición. Es el poder por el cual Satanás desea dominarnos.
El orgullo en su naturaleza fomenta la competencia. Oponemos nuestra voluntad a la de Dios. Cuando lo hacemos blanco a El de nuestro orgullo, es con la actitud de decir “Que se haga mi voluntad y no la tuya”. Como dijo Pablo, “todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21).
Nuestra voluntad en competencia con la de Dios deja que nuestros deseos, apetitos y pasiones corran desenfrenados (véase Alma 38:12; 3 Nefi 12:30).
Los orgullosos no pueden aceptar que la autoridad de Dios dé dirección a su vida (véase Helamán 12:6). Ellos ponen sus percepciones de la verdad contra el conocimiento omnisciente de Dios, su capacidad contra el poder del Sacerdocio de Dios, sus propias obras contra las obras grandiosas de El.
Nuestra enemistad contra Dios puede ir marcada con etiquetas variadas, como la rebelión, la dureza de corazón, la dureza de cerviz, la impiedad, la vanidad, la facilidad para ofenderse o el deseo de recibir señales.
Los orgullosos quieren que Dios esté de acuerdo con ellos; pero no tienen interés en cambiar de opinión para que la suya esté de acuerdo con la de Dios.
Otro aspecto importante de este pecado tan prevaleciente es la enemistad hacia nuestros semejantes. Diariamente nos vemos tentados a elevarnos por encima de los demás y disminuirlos a ellos (véase Helamán 6:17; DyC 58:41).
Los orgullosos hacen de toda persona su adversario oponiendo a los demás su intelecto, opiniones, trabajos, posesiones, talento y otros valores mundanos. Según las palabras de C.S.Lewis: “El orgullo no encuentra placer en poseer algo, sino en poseerlo en mayor cantidad que el vecino… Lo que nos enorgullece es la comparación, el placer de colocarnos por encima de los demás. Una vez que desaparece el elemento de competencia, el orgullo deja de existir”. (Mere Christianity, Nueva York: Macmillian, 1952, págs. 109-110).
En el concilio preterrenal, Lucifer presentó su propuesta en competencia con el plan del Padre, por el que Jesús abogaba (véase Moisés 4:13). Lucifer quería recibir honor por encima de todos los demás (véase 2 Nefi 24:13). En resumen, su orgulloso deseo era destronar a Dios (véase DyC 29:36; 76:28).
Las Escrituras están repletas de evidencias de las graves consecuencias que trae el pecado del orgullo al hombre individualmente o en grupos, a las ciudades y las naciones. Eso fue lo que destruyó a la nación nefita y a la ciudad de Sodoma (véase Moroni 9:27; Ezequiel 16:49-50)
Por el orgullo fue Cristo crucificado. Los fariseos estaban irritados porque Jesús proclamaba ser el Hijo de Dios, lo cual ponía en peligro la posición de ellos, y por eso tramaron su muerte (véase Juan 11:53).
Saúl se convierte en enemigo de David por causa del orgullo. Estaba celoso porque la multitud de las mujeres de Israel cantaban diciendo: “Saúl hirió a sus miles; y David a sus diez miles” (1 Samuel 18:6-8).
Los orgullosos temen más al juicio de los hombres que al juicio de Dios (véase DyC 3:6-7; 30:1-2; 60:2).
La idea “Qué pensarán los demás” pesa más para ellos que la de “Qué pensará Dios de mí”.
El rey Noé estaba a punto de liberar al profeta Abinadí, pero sus malvados sacerdotes apelaron a su orgullo y esto envió a Abinadí a la hoguera (véase Mosíah 17:11-12). Herodes se entristeció ante la exigencia de su esposa de que le cortará la cabeza a Juan el Bautista; pero su orgulloso deseo de quedar bien ante los ojos “de lo que estaban con él a la mesa” le hizo mandar matar a Juan (Mateo 14:9; Marcos 6:26).
El temor de los juicios de los hombres se manifiesta en la competencia que tiene lugar por lograr la aprobación de los demás. Los orgullosos aman “más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:42-43). El pecado se manifiesta en los motivos que tenemos para hacer lo que hacemos. Jesús dijo que El hacía siempre lo que le agradaba al Padre (véase Juan 8:29). ¿No sería mejor que nuestro motivo fuera agradar a Dios en lugar de tratar de colocarnos por encima de nuestros hermanos y tratar de superarlos?
A algunos orgullosos no les preocupa tanto que su salario sea suficiente para sus necesidades como que sea mayor de lo que ganan otros. Hallan su recompensa en estar un poquito por encima de los demás. Esta es la enemistad del orgullo.
El orgullo es un pecado que se puede observar fácilmente en los demás, pero que raramente admitimos en nosotros mismos.
Cuando el orgullo se apodera de nuestro corazón, perdemos nuestra independencia del mundo y entregamos nuestra libertad al cautiverio de los juicios humanos. La voz del mundo resuena más fuerte que los susurros del Espíritu Santo. El razonamiento de los hombres triunfa sobre las revelaciones de Dios y los orgullosos se sueltan de la barra de hierro (véase 1 Nefi 8:19-28; 11:25; 15:23-24).
El orgullo es un pecado que se puede observar fácilmente en los demás, pero que raramente admitimos en nosotros mismos. La mayoría de nosotros lo considera un pecado de los que están en la cumbre, como los ricos y los eruditos, mirándonos a nosotros “por encima del hombro” (véase 2 Nefi 9:42). Sin embargo, hay una dolencia mucho más común entre nosotros, y es la del orgullo de los que están abajo mirando hacia arriba; éste se manifiesta de diversas formas, como la crítica, el chisme, la calumnia, la murmuración, la pretensión de gastar más de lo que tenemos, la envidia, la codicia, la supresión de la gratitud y el elogio que podrían elevar a otro, y el rencor y los celos.
La desobediencia es esencialmente una lucha orgullosa por el poder en contra de alguien que tiene autoridad sobre nosotros. Puede tratarse de los padres, de un líder del sacerdocio, de un maestro y hasta de Dios. El orgulloso aborrece la idea de que haya alguien que esté por encima de él, pues piensa que esto rebaja su propia posición.
El egoísmo es uno de los aspectos más comunes del orgullo. “La forma en que todo me afecta a mí” es la idea central de lo que es importante para la persona: el orgullo de quién es, la autocompasión, el interés por la fama del mundo, la gratificación de los deseos personales y de los propios intereses.
El orgullo da como resultado combinaciones secretas que se establecen para lograr poder, “riquezas y gloria del mundo” (veáse Helamán 7:5; Eter 8:9, 16, 22-23; Moisés 5:31). Este fruto del pecado del orgullo, es decir, las combinaciones secretas, destruyó a las civilizaciones de los jareditas y los nefitas, y ha sido y será todavía la causa de la caída de muchas naciones (véase Eter 8:18-25).
Otro aspecto del orgullo es la contención. Las discusiones acaloradas, las peleas, el dominio injusto, las grandes brechas entre las generaciones, el divorcio, el abuso de cónyuges, los tumultos y disturbios, todos encajan en esta categoría del orgullo.
La contención en la familia aleja de ella al Espíritu del Señor; también aparta a muchas personas de su familia. Su expresión varía desde una palabra hostil hasta los conflictos mundiales.
Las Escrituras testifican que los orgullosos se ofenden fácilmente y guardan rencor por las ofensas (véase 1 Nefi 16:1-3). Se niegan a perdonar a fin de mantener a la otra persona en el papel de deudor y de justificar sus malos sentimientos.
El orgulloso no acepta mansamente los consejos ni la corrección (véase Proverbios 15:10; Amós 5:10). Se pone a la defensiva para justificar sus debilidades y sus faltas (véase Mateo 3:9; Juan 6:30-59).
El orgulloso depende del mundo para que le diga si vale algo o no. Su autoestima se determina según el lugar en que se le juzgue en la escala del éxito mundano. Se considera de valor si la cantidad de personas que están por debajo de él en logros, talento, belleza o intelecto es bastante grande.
El orgullo es un pecado condenatorio en todo el sentido de la palabra y limita o detiene el progreso (véase Alma 12:10-11). El orgulloso no es maleable de enseñar (véase 1 Nefi 15:3, 7:11); no cambia su manera de pensar para aceptar la verdad, porque eso implicaría que ha estado equivocado.El orgullo es muy malo. Su concepto es: “Si tú tienes éxito, yo soy un fracaso”.
Si amamos a Dios, hacemos su voluntad y tememos su juicio más que el del hombre, sentiremos autoestima.
El orgullo afecta todas nuestras relaciones: la que tenemos con Dios y sus siervos, la de marido y mujer, de padres e hijos, de patrón empleado, de maestro y alumno, y de toda la humanidad. Según el nivel a que esté nuestro orgullo, así trataremos a Dios y a nuestros hermanos. Cristo quiere elevarnos a su propia altura. ¿Deseamos nosotros lo mismo para nuestros semejantes?
El orgullo apaga nuestro sentido de que descendemos de Dios y que todos somos hermanos; nos separa y divide en clases, de acuerdo con nuestras “riquezas” y nuestras oportunidades de educación académica (véase 3 Nefi 6:12).
La unidad es imposible entre un pueblo orgulloso, y a menos que seamos uno, no somos del Señor (véase Mosíah 18:21; DyC 38:27, 105:2-4; Moisés 7:18)
Pensad en lo que nos ha costado el orgullo en el pasado y en el precio que pagamos por él ahora, nosotros mismos, nuestra familia, la Iglesia.
Pensad en el arrepentimiento que existiría con un cambio en la vida de las personas, con matrimonios sólidos, con hogares fuertes si el orgullo no nos impidiera confesar nuestros pecados y abandonarlos (véase DyC 58:43).
Pensad en los muchos miembros de la Iglesia que son menos activos porque han sido ofendidos y su orgullo no les permite perdonar ni sentarse a comer a la mesa del Señor.
Pensad en las decenas de miles de jóvenes y de matrimonios que podrían estar en misiones si no fuera por el orgullo que les impide entregar por completo su corazón a Dios (véase Alma 10:6; Helamán 3:34-35).
Pensad en cuanto aumentaría la obra en el templo si fuera más importante dedicarnos a ese servicio sagrado que a los diversos intereses vanos que nos roban el tiempo.
El orgullo nos afecta a todos, en momentos diferentes y con distinta intensidad. En esto se puede ver por qué el edificio que estaba en el sueño de Lehi y que representaba “el orgullo del mundo” era “vasto y espacioso” y se reunieron en él grandes multitudes (véase 1 Nefi 8:26, 33;11:35-36).
El orgullo nos afecta a todos,
en momentos diferentes y con distinta intensidad.
El orgullo es el pecado universal, el gran vicio. Sí, es el pecado universal, el gran vicio. Su antídoto es la humildad, la mansedumbre, la docilidad (véase Alma 7:23). El el corazón quebrantado y el espíritu contrito (véase 3 Nefi 9:20, 12:19; DyC 20:37, 59:8; Salmos 34:18; Isaías 57:15, 66:2).
Dios quiere un pueblo humilde.
Podemos elegir entre ser humildes por decisión propia o porque se nos obligue a serlo. Alma dijo: “Benditos son aquellos que se humillan sin ser obligados a ser humildes” (Alma 32:16). Por lo tanto, tomemos la decisión de ser humildes.
- Podemos ser humildes venciendo la enemistad hacia nuestros hermanos, amándolos como a nosotros mismos y elevándolos hasta nuestra altura o por encima de nosotros (véase DyC 38:24; 81;5; 84:106).
- Podemos ser humildes aceptando los consejos y las amonestaciones que se nos dan (véase Jacob 4:10; Helamán 15: 3; DyC 63:55, 101:4-5; 108:1; 124:61, 84; 136:31; Proverbios 9:8).
- Podemos ser humildes perdonando a aquellos que nos hayan ofendido (véase 3 Nefi 13:11, 14; DyC 64:10).
- Podemos ser humildes sirviendo con abnegación (véase Mosíah 3:16-17).
- Podemos ser humildes cumpliendo misiones y predicando la palabra que hará humildes también a otras personas (véase Alma 4:19; 31:35; 48:20)
- Podemos ser humildes asistiendo con más frecuencia al templo.
- Podemos ser humildes confesando y abandonando nuestros pecados y naciendo nuevamente de Dios (véase DyC 58:43; Mosíah 27:25-26; Alma 5:7-14,49).
- Podemos ser humildes amando a Dios, sometiendo nuestra voluntad a la suya y dándole a El el lugar de prioridad en nuestra vida (véase 3 Nefi 11:11, 13:33); Moroni 10:32).Tomemos la decisión de ser humildes. Podemos hacerlo; yo sé que podemos.
Mis queridos hermanos, debemos prepararnos para redimir a Sión. Lo que nos impidió establecer a Sión en los días del Profeta José Smith fue principalmente el pecado del orgullo. Y este mismo pecado fue lo que puso fin al cumplimiento de la ley de consagración entre los nefitas (véase 4 Nefi 1:24-25).
El orgullo es la gran piedra de tropiezo para Sión. Repito, el orgullo es la gran piedra de tropiezo para Sión.
Debemos limpiar lo interior del vaso venciendo el orgullo (véase Alma 5:28; Mateo 23:25-26).
Debemos someternos al “influjo del Espíritu Santo”, despojarnos “del hombre natural” orgulloso, convertirnos en santos por medio de “la expiación de Cristo el Señor” y volvernos como niños: sumisos, mansos, humildes (véase Mosíah 3:19; Alma 13:28).
Que podamos hacerlo así y seguir adelante cumpliendo nuestro destino divino, es mi ferviente oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.
Mensaje pronunciado en la Conferencia General de abril de 1989 y publicado en la Liahona de julio de 1989.
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