Pensar en María
Durante estas semanas previas a la Navidad no pude dejar de pensar María, una joven madre con los mismos temores que cualquier otra madre sobre la tierra.
Durante estas semanas no pude dejar de pensar en que una joven madre, como lo era María, habría tenido los mismos temores y sufrido los mismos dolores que cualquier otra madre sobre la tierra. No me resulta difícil imaginar sus incertidumbres, sus dudas y los muchos testimonios que habrá obtenido a lo largo de la crianza de ese Niño tan especial.
Ella, una jovencita creyente de las profecías, que entendía el significado de las palabras del mensajero celestial, estaba dispuesta a cumplir su papel en la historia de la humanidad. “He aquí la sierva del Señor”– respondió al mensaje del ángel, con firmeza. Pero como toda madre primeriza, necesitaba la ayuda de otra mujer que pudiera comprender su situación sin juzgar, ni dudar de su lealtad a las leyes de Dios. Alguien que pasara por una experiencia semejante era la única capaz de cumplir ese papel.
Su prima, Elisabet, sabía que el mensaje recibido por María y la situación física en la que ella se encontraba eran suficiente prueba de su sinceridad. La percepción espiritual de Elisabet, tan sensible, fue como un bálsamo para la sorprendida jovencita. Las preguntas que ambas se habrán hecho por sus situaciones tan particulares, una sería madre en su vejez y la otra, madre sin conocer varón, no necesitaban otra respuesta que la que el mismo mensajero le dio a María “ninguna cosa es imposible para Dios”.
Los tres meses que compartieron fueron suficientes para que María exclamara “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija”.
¡Cuántas cosas debía aprender en esos largos días respecto a lo que le sucedería!
Su cuerpo estaba soportando cambios físicos que también provocarían cambios emocionales. Prepararse para cuidar al pequeño bebé sería su gran preocupación. ¿Cómo cumplir su papel de Madre del Hijo de Dios sin defraudar a nadie?
Su propia relación con José sería particular, ambos entendían que sus papeles de padres se verían afectados por la responsabilidad de criar nada menos que al Cristo que salvaría al pueblo.
El viaje en burro hasta Belén debe haberle resultado más extenuante que de costumbre, con su enorme panza, con dolor de cintura y seguramente con sus piernas hinchadas. Con extraños dolores que anunciaban la cercanía del momento. Aún sin saber que estos serían luego más fuertes.
Cuando el tiempo llegó, lejos de sus amigas con experiencia, sin su propia madre cerca para alentarla, el profundo amor de José fue suficiente para sostenerla en la noche oscura.
Cuando sintió que su propio corazón podía llegar a partirse de dolor, la emoción de ver a ese diminuto ser que se escurría entre sus brazos calmó sus dudas. El escuchar de labios del propio José, el nombre por el cual serían llamado el bebé le habrá confirmado que él también aceptaba la responsabilidad de criarlo y cuidarlo. José entendía que era el Hijo de Dios, y no dudó en obedecer las palabras del ángel.
Los pastores que buscaron en Belén a ese bebé fueron quienes le confirmaron de manera contundente que el fruto de su vientre era más importante que su propia vida.
¿Mensajeros celestiales cantaron a humildes pastores que el Salvador estaba sobre la tierra? ¿Cómo temer con tantas experiencias espirituales? “… ha mirado la humilde condición de su sierva; …me ha hecho grandes cosas el Poderoso”, resuenan sus palabras como su fiel testimonio del Padre.
La presentación en el templo, una celebración familiar e íntima, no fue sino una hermosa experiencia espiritual para esa madre primeriza. Las palabras de Simeón guiado por el Espíritu Santo, maravillaron a esos padres que empezaban a vislumbrar que no sólo ellos sabían de la divinidad de la criatura. Ana, quien servía en el templo, tampoco pudo evitar compartir su testimonio con la joven mujer elegida por su virtud y fidelidad.
Sin saber qué pasaría en el futuro, María fue guardando en su corazón todas esas cosas. Las palabras de pastores y sabios, los sentimientos compartidos de personas escogidas, las impresiones del espíritu en medio del dolor o del gozo, fueron las gotas de aceite que llenaron su lámpara. Las mismas que seguramente, años después, alumbraron su corazón y la sostuvieron cuando el día oscureció y la tierra se movió a sus pies en la experiencia más desgarradora de una mujer, la de sobrevivir a un hijo.
Escrito y publicado en Estilo SUD inicialmente
el 19 de diciembre de 2009
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